Ropa de marca, zapatillas de moda, smartphones y eslóganes creativos, dignos de las mejores agencias de publicidad. En otros tiempos, las protestas que desfilaron hubieran sido el sueño de todo marketero. “¡Ven a la calle!”, canta un jingle de Fiat, concebido al calor de las marchas. Pero los manifestantes bajaron al asfalto para lanzar un “basta” a la política afincada en el país, no para loar a Mamón, el dios del dinero.
Bienvenidos a la nueva política brasileña. Estudiosos, publicistas y gobernantes, todos comentan el sismo social de la última década que sacó a 40 millones de personas de debajo de la línea de pobreza, aunándolas a la clase media hoy mayoritaria en el país. Adulados por el comercio y blindados por el crédito abundante, los emergentes se fueron de compras. Apalancaron al retail y estimularon la construcción civil. Muchos también se atiborraron de deudas, pero eso forma parte de la curva de aprendizaje de la nueva prosperidad. De las góndolas parten ahora a la lucha y, a juzgar por el ruido de las calles, a las autoridades más les conviene prestar atención.
Porque el que compra también opina, en Brasil y en cualquier parte del mundo. La primavera árabe comenzó en Túnez, la nación con la mayor renta per cápita de África del Norte (US$4.300). En Turquía el alzamiento contra el primer ministro Recep Tayyip Erdogan no nació del grito de los muchachones, sino de los tuits de jóvenes ambientalistas inconformistas con los planes de construir un centro comercial en un parque. En Chile, vedette del desarrollo humano en América Latina, los universitarios se rebelaron contra el alto costo y la baja calidad de la enseñanza superior.
Entre los Andes y el Islam hay un universo de motivaciones. Las marchas en Rio y São Paulo, con su puerta giratoria de reivindicaciones, parecían un muro de Facebook en movimiento. Pero si existe un pabilo común para tantas explosiones es la actitud de la nueva clase media global, confiada, conectada y cada vez menos tolerante con los políticos de plantón. Los universitarios chilenos apuntan tanto al presidente en ejercicio, el conservador Sebastián Piñera, como a su predecesora, la socialista Michelle Bachelet. Los rebeldes de la plaza Taksim no quieren tener nada que ver con los sindicatos y los partidos tradicionales turcos.
Hacia dónde va la tempestad emergente nadie lo sabe. Pero difícilmente desaparecerá. Son 2.000 millones de personas en esta nueva clase media. Hasta 2030 serán 4.900 millones, según Brookings Institution, empujadas por el crecimiento de las naciones en desarrollo. No quieren derrocar el sistema del que disfrutan, pero quieren que funcione. Su pauta es al mismo tiempo osada y conservadora. Más transparencia en el gobierno, un transporte urbano digno. Hospitales y escuelas que brillen tanto como el nuevo Maracaná. Que los corruptos de la tribuna respondan ante los tribunales. No necesariamente claman por la democracia. Ahí están los 800 millones de chinos que mejoraron sus niveles de vida colgados de la cola del dragón comunista. Pero ni en China el progreso compra silencio. Beijing sigue de cerca las 30.000 manifestaciones anuales que irrumpen en todo el país contra la degradación ambiental, una clásicamente “burguesa” potenciada por internet.
La revuelta de estas clases “remediadas” deja perplejos a los gobernantes. ¿Acaso Brasil no era una fiesta? La desigualdad ha caído, hay empleo para el que quiera trabajar. Nunca este pueblo ha estado más feliz, según Gallup, que en siete sondeos consecutivos mostró a los brasileños como el pueblo más optimista del planeta. Las ganancias son reales, pero insuficientes. Los gastos para el Mundial y los Juegos Olímpicos, calculados para sacarle lustre al patriotismo, parecen excesivos, una ofensa incluso. El que subió de peldaño sabe lograr mirar mejor. ¿Un peaje del progreso? Para el sociólogo Barrington Moore, sin burguesía no hay democracia. Las protestas sociales son fruto del progreso que creó esta nueva clase media. Hoy tiene pan y no se contenta con el circo. Ya encontró su tono y el camino de las calles.