Desde hace décadas, México ha mantenido un doble estándar en materia de tratamiento de los indocumentados.

Por un lado, usualmente el gobierno mexicano se envuelve en la bandera nacional para defender a los paisanos que viven en Estados Unidos. Pero, por otro, ha hecho muy poco para detener la extorsión y la violación a los derechos humanos que, a manos de autoridades federales y locales, padecen miles de ciudadanos centro y sudamericanos que cruzan la frontera sur para llegar al sueño americano.

En ese sentido, la explicación acerca del hallazgo de 72 cuerpos masacrados en el estado mexicano de Tamaulipas -que podrían haber sido secuestrados para extorsionarlos o reclutarlos para realizar actividades delictivas, según dijo el vocero de la administración de Felipe Calderón- y la condena respectiva, son, al menos, extravagantes, y no explican el fenómeno, más grave, que en realidad facilita que se produzcan cosas así: la virtual inexistencia del Estado, es decir, del control territorial de las autoridades sobre ciertas zonas del país.

A menos que en esta ocasión el gobierno demuestre fehacientemente qué, cómo y por qué pasó, dada su escasa credibilidad en otros casos, el hecho es altamente revelador de la tragedia que viven los indocumentados centroamericanos que pretenden cruzar el territorio mexicano.

La masacre sugiere que en lugar de rescatar territorios, el Estado mexicano sencillamente ha desaparecido de porciones importantes del territorio. La disolvencia de todo signo de autoridad institucional o de régimen legal anticipa cosas peores.

El historial mexicano en la materia ha sido, desde hace años, lamentable.

A principios de los años 80, cuando la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, dirigida por Gabino Fraga, empezó a recibir las primeras oleadas de centroamericanos expulsados por la violencia política, y a tratar de diseñar y ejecutar una estrategia de acogida apegada a los derechos humanos y a la legalidad internacional, fueron las propias autoridades migratorias de la época, comandadas por el secretario de Gobernación, Enrique Olivares Santana, un viejo miembro de la nomenclatura del Partido Revolucionario Institucional (PRI), y por Diana Torres, directora del que más tarde sería el Instituto Nacional de Migración (INM), quienes frenaron todo intento de establecer una política racional al respecto.

Más recientemente, tanto la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) como Amnistía Internacional (AI) han documentado el “infierno” de los migrantes centroamericanos que son sistemáticamente atacados por presuntas bandas de delincuentes que los vejan, secuestran, violan o asesinan, con la complacencia, la complicidad o la franca participación de policías federales y locales, de militares y de agentes migratorios en lo que ha llegado a convertirse en una auténtica “epidemia oculta de secuestros”.

La CNDH asegura que entre 2008 y 2009, en tan solo seis meses, fueron secuestradas 9.758 personas en esas circunstancias.

Ahora bien, aún en el supuesto de que hayan sido victimados por la delincuencia y de que, increíblemente, no hubiera en esta ocasión involucramiento de funcionarios públicos, ¿cómo pudieron los vehículos que transportaban a los indocumentados recorrer los estados de Chiapas, Oaxaca, Tabasco, Veracruz y Tamaulipas , o más específicamente, los 1.774 kilómetros que hay entre Ciudad Hidalgo, el cruce más usado entre Guatemala y México, y San Fernando, donde fueron encontrados los cadáveres, sin que nadie los molestara o los protegiera?

Desde luego que la corrupción del INM y de las policías mexicanas es proverbial, pero es inevitable preguntarse qué clase de tierra de nadie es esa parte del país como para que alguien asesine sin problema a 72 personas.

En otras palabras, la masacre sugiere que en lugar de rescatar territorios, el Estado mexicano sencillamente ha desaparecido de porciones importantes del territorio. La muerte de seres humanos en esas condiciones es muy grave. Pero la disolvencia de todo signo de autoridad institucional o de régimen legal anticipa cosas peores.