Cuando era candidato a la presidencia de Bolivia, el discurso político de Evo Morales enarbolaba dos consignas que resumían su posición respecto a la relación bilateral con Chile. La primera consigna exigía una salida con soberanía al océano Pacífico. La segunda decía textualmente: “Ni una molécula de gas para Chile”. Sin embargo, en más de una ocasión, tanto el propio Morales como su antecesor, el presidente interino Carlos Mesa, supeditaron la modificación de la segunda consigna a la concesión por parte de Chile de la demanda contenida en la primera. No sólo la agenda bilateral, sino incluso el restablecimiento de relaciones diplomáticas (rotas a fines de la década del 70), dependían de la suerte que corriera la demanda marítima boliviana.
Tal estado de cosas comenzó a cambiar en 2006, cuando Michelle Bachelet fue elegida presidente de Chile. Bajo su presidencia, Chile aceptó por primera vez en más de un siglo incluir la demanda marítima de Bolivia en la agenda bilateral, junto con otros doce temas. Sin embargo, la negociación en torno a los otros doce temas no quedaba necesariamente supeditada a los avances que pudieran o no producirse en el tema marítimo. Así, por ejemplo, Bolivia y Chile consiguieron llegar a un acuerdo sobre el uso de las aguas del río Silala sin que existiera de por medio siquiera un principio de acuerdo sobre el tema de la mediterraneidad boliviana.
Aunque aceptó incluir el tema marítimo dentro de la agenda bilateral, el gobierno de Bachelet jamás se comprometió a contemplar la posibilidad de ceder soberanía sobre alguna porción de lo que hoy en día es territorio chileno. Pero tampoco negó de manera explícita esa posibilidad. Esa “ambigüedad constructiva” (como la denominara alguna vez Miguel Ángel Moratinos), tan propia de la diplomacia, era lo que permitía que las negociaciones siguieran adelante.
O al menos ese parecía ser el caso hasta que el presidente electo, Sebastián Piñera, dejase en claro que su gobierno no iba siquiera a considerar la posibilidad de conceder una salida soberana al mar a Bolivia. Pero a diferencia de ocasiones anteriores, en esta el presidente boliviano decidió no patear el tablero y seguir con las negociaciones. Lo cual plantea la siguiente paradoja: de un lado, el Estado boliviano ha sostenido históricamente que la solución del problema marítimo es una condición sine qua non para una eventual normalización de sus relaciones con Chile. De otro lado, no cabe conciliación alguna entre las que en este momento son las posiciones oficiales de ambos gobiernos. En otras palabras, de no mediar un cambio radical en la posición de una de las partes (es decir, que Chile acepte ceder soberanía territorial o, en su defecto, que Bolivia renuncie a obtener una salida soberana al mar), es virtualmente imposible que las negociaciones lleguen a buen puerto.
Dada la inestabilidad secular de su sistema político, siempre cabe la posibilidad de que la eventual renuncia a lo que ha sido siempre una aspiración indeclinable de Bolivia, no sea reconocida por un futuro gobierno en ese país.
Aunque un cambio de esa índole parece improbable en cualquiera de los dos países, al menos podría alegarse que, en ambos casos, existe una razón para pensar que no es imposible: estamos ante gobiernos que difícilmente podrían ser rebasados por el flanco patriótico.
Por razones históricas (a las que se suma el discurso separatista de una parte de la oposición boliviana), el discurso nacionalista tiende a estar dominado por la derecha en Chile, y por la izquierda en Bolivia. Pero dada la inestabilidad secular de su sistema político, siempre cabe la posibilidad de que la eventual renuncia a lo que ha sido siempre una aspiración indeclinable de Bolivia, no sea reconocida por un futuro gobierno en ese país.
Para Perú, solo un cambio en la posición de Chile podría involucrarlo en el proceso. Porque según los acuerdos suscritos entre ambos países, la eventual pretensión de Chile, de enajenar territorios que pertenecieron al Perú hasta la guerra del Pacífico, tendría primero que ser sometida a la consideración del Estado peruano. Es aquí, a su vez, donde el principio de la ambigüedad constructiva pasa a ser su prerrogativa: si bien nunca aceptó de manera explícita y oficial la posibilidad de que ese territorio fuese entregado a Bolivia, tampoco sostuvo jamás lo contrario.
La posición oficial es una según la cual el Perú no sería un obstáculo para las legítimas aspiraciones de Bolivia en el caso de que se produjera el escenario descrito. Lo cual devuelve la pelota a campo chileno, bajo la premisa de que el Estado peruano no está obligado a adoptar una posición clara e indubitable sobre un escenario que por ahora es meramente hipotético.