Si tuviese que escoger una cifra que contribuya a entender el proceso chileno que va desde las protestas de 2019 hasta la reciente elección de una Convención Constituyente, sería la siguiente: US$ 562. Esa es la mediana del ingreso, es decir, la mitad de los chilenos recibía entonces un ingreso menor a esa cifra. Es cierto que entre 2000 y 2015 la proporción de la población que vivía en la pobreza se redujo de 26 a 7,9%. Pero había dos matices que no solían relievarse. El primero es que esos datos corresponden a la pobreza monetaria (es decir, vivir con menos de US$ 4 al día): bajo mediciones que tomasen en consideración el acceso a una canasta básica de bienes, la cifra sería mayor. El segundo matiz es que salir de la pobreza no equivale a ingresar en la clase media.

De hecho, el Banco Mundial hacía esa advertencia en una de sus investigaciones: “Hasta hace poco, el mundo se dividía básicamente entre ricos, pobres y clase media. Pero con el progreso social, sobre todo en América Latina durante la primera década del milenio, surgió una nueva clase, la de los vulnerables, para identificar a aquellas personas que habían logrado salir de la pobreza, pero no lo suficiente para ser considerados clase media”. Y en Chile, como en toda la región, la condición de “vulnerables” se mostró descarnada por la pandemia, en tanto sumió nuevamente a parte de ellos en la pobreza.

Y, en el caso chileno, los servicios públicos no contribuyeron en forma significativa a reducir la condición de vulnerable. En el caso del sistema de pensiones, ello se debió en parte a su privatización. Ahora que, tras cuarenta años de su creación, se jubiló la primera generación que aportó durante toda su vida laboral al sistema privado de pensiones, queda claro que no suele cumplir con la promesa de otorgar una pensión equivalente al 70% del último ingreso. Ello debido a que los tres supuestos que sustentaban esa promesa no se cumplieron. El primero asumía que el empleado haría aportes a su cuenta personal de manera continua a lo largo de cuatro décadas. El segundo asumía tasas de interés que permanecerían por sobre el 5%. El tercero asumía un incremento en la expectativa de vida menor al real. En 2008 se creó el denominado “pilar solidario”, mediante el cual el Estado subsidiaba las pensiones más bajas, pese a lo cual en 2015 alrededor de un 80% de los jubilados recibía una pensión inferior al salario mínimo, según estableció entonces la Comisión Asesora Presidencial sobre el Sistema de Pensiones.

En el ámbito de la salud, la privatización fue solo parcial: el aporte corría íntegramente por cuenta del empleado, y este podía elegir entre aportar al sistema público de salud (el Fonasa), o a un sistema privado (las Isapres). Es decir, no era ni un sistema público de cobertura universal financiado con impuestos (como el NHS británico), ni un sistema público al cual aportaran todos los empleados por igual. Al depender su financiamiento fundamentalmente de los aportes de los afiliados, pero privando al sistema de los aportes de los empleados mejor remunerados, el resultado era previsible. Quienes, además del descuento del 7% de su sueldo, pueden pagar los copagos o deducibles del sistema privado, reciben un servicio de salud superior al que brinda el Estado. Pero el 77% que no puede hacerlo, aporta al sistema público que, por las razones descritas, no cuenta con los recursos necesarios para atender con eficiencia y celeridad al conjunto de sus afiliados. Cuando el gobierno intentó intervenir para regular las Isapres (con el fin de reducir el costo de los servicios que brindan a los afiliados), el Tribunal Constitucional lo impidió en más de una ocasión alegando, entre otras cosas, que dicha intervención restringiría el derecho de los empleados a elegir entre ambos sistemas.