En mi columna anterior indiqué las características del modelo económico peruano que, creo, merecen ser preservadas. Hacia el final de ese artículo, identifiqué los que considero son algunos de sus problemas. En este artículo desarrollaré los que considero son sus principales problemas.
Creo que uno de los problemas más graves del modelo económico peruano ha sido la pretensión de que este puede funcionar al margen de la política. Piense, por ejemplo, en los siguientes titulares (todos ellos reales): “Pese al ruido político hay optimismo en la economía”, “Inversiones no se detienen pese al ruido político”, “Pese al ruido político, ¿el crecimiento puede repuntar en este verano?”. Es decir, la política se concibe como un ruido de fondo que no debiera perturbar el desempeño de la economía, siempre y cuando la política económica siga a cargo de técnicos que actúen aislados de presiones sociales y políticas.
Esa visión parte de una concepción errada de la economía como disciplina. En su definición clásica, la economía estudia la asignación de recursos escasos entre fines alternativos. No puede decirnos cuáles deberían ser esos fines, pues eso es algo que corresponde a las teorías normativas, mientras que la economía pretende ser una ciencia positiva. En otras palabras, la economía puede decirnos si conseguir nuestros fines es posible dados los medios a nuestra disposición. También puede decirnos cuál es la combinación de medios más eficaz para conseguir nuestros fines. Lo que no puede decirnos es cuáles deberían ser esos fines: sólo puede constituirse un gobierno “técnico” cuándo los fines que su gestión debería alcanzar han sido establecidos de antemano por alguien más. O, en buen romance, la política económica no puede existir al margen de la política a secas.
Y, en el caso peruano, el modelo económico nos fue legado por un gobierno autoritario y mercantilista. Por ello, la debilidad de algunas instituciones del Estado peruano es deliberada, no accidental. De un lado, quien busca ejercer el gobierno en forma autoritaria jamás creará instituciones con la autonomía, los medios y la eficiencia necesarias para limitar su ejercicio discrecional del poder. De otro lado, una conducción mercantilista del gobierno implica, por definición, que el éxito empresarial no depende de la capacidad de competir en igualdad de condiciones en el mercado, sino de obtener ventajas del Estado por medio del cabildeo y la corrupción. Y, nuevamente, instituciones con capacidad real de escrutinio y control sobre esas prácticas serían un obstáculo para esos fines. Aunque ya no padecemos un régimen autoritario, vemos ese legado reflejado, por ejemplo, en los intentos incesantes por controlar el Tribunal Constitucional.
Pregúntese por qué, salvo Francisco Sagasti, seis de los ocho presidentes que tuvimos desde 1990 han sido condenados, procesados o investigados por casos vinculados a la corrupción. Prueba de que ello no es producto de la eficiencia de nuestro poder judicial es el hecho de que buena parte de la información que permitió formular esos cargos no la obtuvimos a través de nuestros fiscales, sino a través de la investigación judicial del caso Lava Jato en Brasil. Por el contrario, existen indicios de que, cuando menos desde 90, nuestros niveles de corrupción son elevados para estándares internacionales. Por ejemplo, en su informe mundial de 2004 Transparencia Internacional clasifica a los 10 jefes de gobierno bajo cuya gestión se habría producido la mayor corrupción a nivel mundial en los 20 años previos: el séptimo lugar lo ocupaba Alberto Fujimori, estimándose los fondos obtenidos mediante la corrupción en unos US$ 600 millones. Se trata de una estimación verosímil, teniendo en cuenta que el monto de los fondos de la corrupción durante ese gobierno repatriados hasta ahora supera los US$ 200 millones.
La debilidad institucional del Estado no solo explica casos de corrupción como Lava Jato y el Club de la Construcción, también contribuiría a explicar la mala calidad de nuestros servicios públicos. Por ejemplo, una investigación de Miguel Jaramillo y Kristian López, que replica para el caso peruano un estudio internacional, llega a una conclusión que hoy parece evidente: las condiciones iniciales de Perú en materia de economía, educación o salud solo explican en parte el hecho de que nuestra tasa de mortandad por COVID-19 sea una de las mayores del mundo. La principal explicación sería la baja calidad de la gestión pública en la respuesta a la pandemia. Siendo eso cierto, sin embargo, también lo es que las condiciones iniciales eran peores de lo que podrían haber sido para un país con nuestro nivel de ingresos. Según un reporte de RPP, por ejemplo, ocho de cada 10 centros públicos de salud tienen una infraestructura precaria. Y ello se debe cuando menos en parte al hecho de que, a diferencia de países que, como Uruguay, tienen un sistema público de salud de cobertura universal al cual destina más del 6% del PIB, en Perú el gasto público en salud antes de la pandemia apenas superaba el 3%. Es decir, incluso en ausencia de corrupción y problemas de gestión, esos recursos probablemente habrían sido insuficientes para afrontar con éxito la pandemia.
Como en la salud, en la educación el nivel requerido de gasto público también parece ubicarse en torno al 6% del PIB: es el umbral sugerido tanto por el Acuerdo Nacional como por reportes del Banco Mundial. Pero, ¿cómo destinar 12% del PIB salud y educación en un país cuya presión tributaria era, antes de la pandemia, de solo 14% del PIB? Como proporción de la economía, el gobierno central en Perú cobra menos impuestos que el promedio regional. Y según Luis Alberto Arias (ex jefe de la Sunat), ello se explica en parte porque los impuestos a la renta y patrimonial recaudan poco en comparación con el promedio regional. Lo cual sugiere que el sistema tributario peruano debería ser más progresivo (es decir, deberían pagar más quienes más tienen). Ahora bien, ¿qué capacidad tendría para cobrar esos impuestos un Estado que está bajo la influencia de los grupos de interés que deberían pagarlos?