Pocas cosas debieran poner más en valor la necesidad de solidaridad, colaboración y coordinación globales que una pandemia. Debiera ser una conclusión obvia e inmediata de una crisis como la que el mundo está viviendo. Sin embargo, abundan los ejemplos de negación de los datos científicos, de ensimismamiento y aislacionismo, de salvarse solos y cerrar fronteras. Es difícil pronosticar cómo decidiremos, de manera colectiva, afrontar los retos de este siglo, fundamentalmente globales y compartidos, después de esta experiencia.

Se ha escrito mucho sobre lo que nos ha ocurrido, de sus implicancias sanitarias, económicas y sociales. Yo quiero agregar a esta lista, la dimensión política que la pandemia acarreará ya que, me parece, este aspecto está siendo infravalorado y, desde mi punto de vista, puede ser el que termine marcando el momento que vivimos. 

Lo primero, y más evidente, es el significativo costo a la salud de la población, el más de medio millón de vidas perdidas hasta ahora, los efectos colaterales de mediano y largo plazo que el virus trae a muchos de los que lo contrajeron, así como el resultado de la postergación de atención médica a pacientes con otras dolencias durante los meses de saturación y desatención de los sistemas públicos de salud. Todo esto, combinado, apareja un costo estructural a nuestras sociedades.

A continuación, viene el impacto económico que el confinamiento ha producido en economías altamente interdependientes. La caída del producto interno bruto de la mayoría de los países se estima, para 2020, cercano al 10% o a nivel de doble dígito, con un pronóstico de recuperación lenta mientras que el virus se pasea de este a oeste, de norte a sur, con rebrotes y sin una vacuna que lo contenga.

Unos niveles de desocupación que nos retrotraen a registros equivalentes al de la crisis del 30 y que requieren de un impulso estatal de la economía a través de paquetes de estímulo ambiciosos, como vemos en los países más poderosos y desarrollados de Europa y en Estados Unidos. 

Esto nos lleva a preguntarnos qué pasará con el resto de los países, los de renta media y los más vulnerables, aquellos que no tienen el espacio fiscal para inyectar la fuerza en la economía que sus ciudadanos desesperadamente necesitan.  ¿Habrá por parte de la comunidad internacional un reconocimiento de que estas fragilidades tienen un impacto que va más allá de cada país y de cada región, para afectar la recuperación del mundo?

Y esto me lleva a los aspectos sociales. El final de 2019 y el inicio de este año nos encontraron con una erupción de manifestaciones que llenaron las calles de ciudades en casi todos los puntos cardinales. Latinoamérica mostró múltiples ejemplos de la insatisfacción de los ciudadanos de a pie, desafiando a gobiernos de extracciones políticas e ideológicas contrapuestas.

Hemos visto la fuerza de distintos colectivos que se asociaban en su rechazo a sus gobiernos y a sus liderazgos, que manifestaban su ira con voces de protesta a las que unía sólo el denominador común de “estar en contra”, sin que hubiera necesariamente causas compartidas. Estos movimientos se frenaron en seco por la necesidad de aislamiento, pero sus razones profundas no han desparecido. 

Por el contrario, me atrevo a argumentar, que los efectos económicos de los que hablamos en el párrafo anterior son un claro preludio de reacciones aún más extremas de muchas sociedades aún más empobrecidas y con más desigualdad por el COVID. Se hace perentorio pensar en un nuevo pacto social que posibilite la confluencia de los sectores público, empresarial y social, que acuerden nuevas formas de convivencia con una más equitativa distribución de las oportunidades para todos. De no encontrarse estas respuestas, la ira ciudadana puede conllevar salidas extremas.

Las consecuencias políticas que esto acarreará son difíciles de pronosticar. El miedo a la pandemia puede tener consecuencias severas. Ya se empiezan a ver signos de debilitamiento de las instituciones democráticas por parte de muchos gobiernos que se aprovechan de la teorética dicotomía entre libertad y seguridad, para recortar derechos ciudadanos, afectar la separación de los poderes del estado e introducir rasgos autoritarios en su gestión. 

Estas dinámicas nos llevan a plantearnos estas preguntas: ¿Se transformará esto en una tendencia que acentúe aún más el cuestionamiento al modelo de la democracia que ya se avizoraba? ¿Cómo afectarán estos movimientos que, además de autoritarios, tienen rasgos aislacionistas, a la construcción de la gobernanza global post-COVID?

Una vez superado el shock que el COVID-19 trajo a nuestro mundo, será necesario hacer una evaluación amplia de lo sucedido, revisar nuestro estado de preparación, la forma en que respondimos y las consecuencias que esto trajo. Y uso la primera persona del plural porque creo que esta introspección corresponde a nuestros gobiernos, a nuestro sistema de gobernanza global, así como a las empresas.  Tenemos que ser capaces de entender que, si algo sale de positivo de esta pandemia, es la necesidad de construir “distinto” hacia adelante, con resiliencia e inclusión como atributos claves, con una profunda visión de sostenibilidad que haga que nuestras sociedades y nuestro planeta tengan un futuro mejor. 

No está dicho que esta sea el camino que prevalezca cuando existen alternativas disonantes, proteccionistas y autoritarias que dan respuestas simplistas a problemas complejos pero que pueden sonar atractivas y de adherencia fácil. Está en nosotros, ciudadanos, cooptar la oportunidad y, fundamentalmente, está en los líderes comprender que éste es un momento de cambios significativos que debe aprovecharse para una construcción diferente, no importa lo desafiante que parezca.