Para el presidente Manuel Andrés López Obrador, México debe retornar a sus raíces y lograr la felicidad por la vía de la negación: así lo consigna el video en el que ensalza la tecnología del trapiche. El artefacto, un molino empleado para extraer jugo que también se usaba en la minería, es una tecnología que se remonta al siglo XVI. Ese parece ser el punto de convergencia de la visión presidencial: echarnos 400 años para atrás.

Los indicadores económicos dejan entrever que el presidente está logrando su objetivo: la contracción económica se acelera, el desempleo crece sin contención y, sin duda alguna, los dramas humanos producto de la falta de ingresos y necesidades crecientes se agudizan. Evidencia anecdótica sugiere que las dimensiones tanto del desempleo como de las muertes en los saturados hospitales son sustantivamente superiores a lo que las autoridades reconocen, al menos en público. El engaño yace en el corazón del proyecto.

El problema no radica en la pandemia que provocó este escenario tan funesto, sino en el gobierno que ya antes de la emergencia sanitaria había producido una recesión sin posibilidad de recuperación. El presidente ataca al neoliberalismo como el factor causante de los males que aquejan al país, pero eso es mera retórica. La evidencia demuestra que su visión no es la del desarrollo ni del progreso, cualquiera que sea la manera en que estos se definan, sino la de un retorno a una forma muy básica de vida, quizá ancestral, todo ello subsidiado por el petróleo. “Al diablo no sólo con las (sus) instituciones”, sino con todo el México moderno, la planta productiva y el ansia de ser mejores, civilizados y desarrollados. Sus planteamientos –por escrito y en su disertación diaria– revelan una concepción fundamentalista de la vida que parte de la recreación de la auto suficiencia agrícola, la promoción del autoempleo a partir de la revitalización de oficios diversos, como ilustra el trapiche, y el trueque, la vida simple y moral. La religión es siempre un instrumento para avanzar su visión.

El componente religioso es fundamental porque todo se juzga a partir de una criba moralista que determina quién o qué es o no corrupto. En sentido contrario a lo que asumen muchos de sus acólitos, se trata de una visión en extremo conservadora en la que las definiciones de corrupción, honestidad y entereza son todas relativas y no absolutas: lo que importa no es el hecho (robo al erario, abuso en la venta de bienes y servicios al gobierno o comportamiento personal) sino el fin para el que se hace: si contribuye a los objetivos presidenciales la redención está al alcance de la mano. Cualquier acción, convicción o comportamiento que no contribuya al proyecto presidencial es corrupto, neoliberal y, por lo tanto, despreciable. Más importante, es inmoral. El predicador decide quién vive y quién no.

Desde esta perspectiva, es perfectamente explicable porque el crecimiento de la economía (uno de los factores centrales de su crítica al llamado neoliberalismo) ya no es importante, la violencia se puede ignorar y el conocimiento es reprobable. Además, resulta muy conveniente para pretender no tener que rendir cuentas sobre la situación del país. Detrás de esto reside la realidad de una enorme porción de la población que ha sufrido la “educación” que han hecho (im)posible la CNTE y el SNTE, ambos apadrinados y validados por el propio AMLO. Lo relevante no es la consistencia sino lo expedito, todo envuelto en la moralina que, al menos hasta hoy, mantiene en babia a suficientes votantes como para preservar relativamente elevados niveles de popularidad. En un mundo de pobreza fundamentalista la educación y la salud son irrelevantes, porque así lo determina una autoridad superior, que actúa siempre con fines electorales, los únicos que valen.

El problema de la visión presidencial es que parte de una falacia: que la gente es tonta y no entiende su condición: que se le puede mentir, engañar y embaucar al mexicano común y corriente porque no tiene manera de comprender lo que está ocurriendo. La realidad es exactamente opuesta: la mayoría de los mexicanos puede haber estado furiosa con la flagrancia de la corrupción y arrogancia del gobierno de Peña, así como con las promesas y errores de los tecnócratas en general y con el abuso cotidiano de la población por parte de burócratas y políticos, pero sabe bien –lo ve en la televisión y lo escucha de sus parientes en Estados Unidos– que el mundo funciona con base en apertura, democracia y los mercados. Muchos verán al presidente como impoluto, pero eso acaba siendo irrelevante cuando la disyuntiva es entre el trapiche y un empleo de verdad. La gente sabe que el futuro se encuentra en los empleos que representan las plantas manufactureras del Bajío o del norte y no en una tecnología del siglo XVI. La dependencia respecto a transferencias gubernamentales no engaña a nadie, aunque lleve naturalmente a hacer lo necesario para preservarlas.

El mundo del trapiche no lleva a ningún lado, lo que hace claro que el gobierno actual no tiene futuro y su devenir acabará siendo acelerado por esta pandemia que desnuda a todos y hace evidente lo que no funciona. Pero el costo de todo esto será enorme.