En una tribu de pigmeos en el África se organiza una competencia singular: quién es el más alto de la tribu. Los habitantes de la aldea se colocan en filas para ser medidos. El jefe, luego de una ceremonia llena de simbolismo religioso, anuncia a los ganadores. Los triunfadores festejan el ritmo de tambores y con danzas que expresan la alegría del logro alcanzado, gracias a su ‘estatura’. Fue una decisión muy reñida. Escasos milímetros separan los primeros 10 puestos

Sábado 26 de enero, 2020. Cuatro de la tarde. Se anuncia el ‘flash’ a boca de urna. Inmediatamente luego del anuncio, en la pantalla de televisión, aparecen pequeños recuadros mostrando simultáneamente imágenes con conexiones en vivo desde los principales locales ‘partidarios’ de los grupos con ‘mayor’ votación. Todos celebran con alegría y entusiasmo el resultado. El mejor, se colocó, a duras penas, por encima del 10%. 

Los demás expresan su orgullo y felicidad, con declaraciones rimbombantes, agradeciendo el “respaldo” recibido. Los porcentajes se mueven discretamente alrededor del 7%. En lugar de superar la valla, todos parecen haber trepado un muro enorme (comparado con su estatura) con gran dificultad y esfuerzo. Apenas pudieron pasarlo. Detrás de las celebraciones se trasluce, oculto, el alivio de haber sobrevivido. Pero igual celebran ruidosamente. Curiosa algarabía para celebrar magros resultados. Pero igual festejan. 

Los resultados reflejan, en realidad, la derrota de todos los grupos políticos. No hay ningún ganador. Todos han recibido lo que, según la población, se merecen: muy poco. Y algunos resultados son una lapidación. Quien tuvo una mayoría apabullante en el 2016 ha quedado reducido a una bancada microscópica. El llamado partido con más historia quedo históricamente desaparecido, recibiendo el castigo que no se le pudo aplicar a Alan García. Y el otro partido dizque histórico siguió una suerte parecida. De lo que fue la política peruana de 2016 quedó tan poco que quizás es mejor decir que no quedó nada.

Como todo acto de destrucción masiva, el proceso electoral trae algunas buenas noticias. Han sido arrasados quienes más daño hicieron al país en los últimos años. Por fin han pagado políticamente sus culpas. Ni en una competencia de pigmeos han podido resaltar porque han perdido toda su talla. 

Como todo acto de destrucción masiva, el proceso electoral trae algunas buenas noticias. Han sido arrasados quienes más daño hicieron al país en los últimos años. Por fin han pagado políticamente sus culpas. Ni en una competencia de pigmeos han podido resaltar porque han perdido toda su talla. 

Pero también trae muchas cosas malas. Primero un gobierno mediocre, débil y sin brújula, se encuentra sin contrapeso capaz de frenar sus sandeces y su desinterés para que el país avance. 

Segundo, las reformas políticas necesarias, aquellas que gatillaron engañosamente esta historia con propuestas tan mediocres como insensatas de Vizcarra, parecen más lejos que nunca. Con tal fragmentación lograr consensos será más difícil que esperar que el Apra se recupere o que Martha Chavez gane una elección a la presidencia.

Tercero, nos deja un alto nivel de incertidumbre (mayor aún), sobre lo que pasará en el 2021. Parece que celebraremos el bicentenario con otra batalla por estatura entre quienes no tienen estatura. Las posibilidades de celebrar la independencia con verdadera esperanza y visión de país compartida aparece como la película de Attenborough, “Un puente demasiado lejos”.

*Esta columna se publicó con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.