Tres años después de que el presidente Trump anunciara que bajo su mandato se gestaría el “Acuerdo del Siglo”, el cual lograría, presuntamente, la solución al complicado conflicto israelí-palestino, el martes pasado, finalmente, se presentó, con bombo y platillo, el plan que la Casa Blanca diseñó a ese efecto. Un plan que, como se anticipaba, mostró ser producto de una perspectiva muy parecida a la que, en su momento histórico, tuvieron las potencias coloniales al trazar fronteras de manera arbitraria en las regiones colonizadas, dividiendo poblaciones que pertenecían a un mismo hábitat étnico, religioso y cultural y soslayando cualquier criterio lógico respecto a la distribución de los recursos naturales necesarios para el sustento de sus habitantes.

Como se ha repetido mucho por los analistas durante esta semana, el plan de Trump es equivalente a una boda en la que la novia no está invitada. ¿Por qué esta afirmación? Porque una de las dos partes implicadas en este diferendo -la palestina- no fue nunca tomada en cuenta para consulta alguna, manejando su destino, insisto, muy al estilo de la tradición colonialista que utilizaba a pueblos enteros como simples alfiles en su juego de ajedrez particular.

De ahí que el plan resultante no pueda, de ninguna manera, calificarse como algo que remotamente prometa conducir a la paz, sino que constituye una especie de “sueño guajiro” mediante el cual se pretende imponer lo que es conveniente para la visión de los sectores radicales mesiánicos israelíes, sin importar la suerte que tal proyecto le depara al pueblo palestino ni, tampoco, lo que ocurriría con la vibrante democracia israelí que necesariamente desaparecería, tragada por la transformación de Israel en un Estado apartheid que controlaría la vida de los fragmentados enclaves palestinos de manera definitiva y oficial. Ello acompañado, por supuesto, de las complicaciones derivadas para Israel en el campo del derecho internacional, en la medida en que mucho de lo planteado por la Casa Blanca, si llegara a concretarse, infringiría una serie de normas consagradas en esa área.

Incluso hay advertencias de parte del jefe del Estado Mayor israelí, Avi Kojavi, y de Nadav Argaman, del servicio de inteligencia Shin Bet, en el sentido de que la propuesta anexión israelí del Valle del Jordán, el cual constituye el 22% del territorio de Cisjordania, provocaría, muy probablemente, un rechazo contundente de la monarquía jordana la cual podría muy bien tomar la decisión de anular el acuerdo de paz firmado con Israel en 1994.

Es previsible que el compromiso personal de Trump con este asunto se reduzca a lo que sucedió esta semana, cuando ha conseguido un éxito coyuntural que no pasará de ahí. No en balde declaró que si su plan sirve, qué bueno, y si no, también se podrá vivir sin eso.

Ahora bien, fue pública la presencia sonriente del premier israelí Netanyahu al lado de Trump durante el anuncio del famoso acuerdo del siglo. Lo cual sugeriría que, en efecto, tal plan era un gran regalo para Israel. Sin embargo, todo indica que, en realidad, Netanyahu mismo, como astuto político con colmillo que es, sabía muy bien que ese plan, por lo impracticable que es, se acumularía en los archivos históricos de los diversos proyectos fallidos que al respecto se han producido a lo largo de décadas. Pero a pesar de eso, el anuncio en ese momento le brindaba a Netanyahu la posibilidad de aumentar su popularidad doméstica de cara a las elecciones israelíes del 2 de marzo próximo, en las que un triunfo suyo podría, quizá, salvarlo de enfrentar el juicio que por corrupción, soborno y abuso de confianza le tiene planteado la fiscalía israelí. Sin embargo, esa posibilidad, para su desgracia, se vio anulada ese mismo día al decidir, él mismo, renunciar a la inmunidad, al darse cuenta que no la conseguiría de ninguna manera.

Así que, por lo pronto, hay un sólo ganador en lo que se refiere al mentado Acuerdo del Siglo. Se trata de Donald Trump, quien mató varios pájaros de un tiro: cumplió con un compromiso de campaña porque, en efecto, entregó finalmente un documento respecto a cómo solucionar el conflicto palestino-israelí; distrajo la atención de su proceso de impeachment. Además, y no menos importante, reafirmó la lealtad de su nutrida base de votantes evangélicos, conformada por muchos millones de personas, quienes perciben como parte del proyecto mesiánico en el que creen fervientemente, todo aquello que se muestre como pro-israelí.

Es previsible que el compromiso personal de Trump con este asunto se reduzca a lo que sucedió esta semana, cuando ha conseguido un éxito coyuntural que no pasará de ahí. No en balde declaró que si su plan sirve, qué bueno, y si no, también se podrá vivir sin eso.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.