Impresiona que en un país que se precia de tener una prensa libre, la cobertura en medios estadounidenses sobre el asesinato de Qassem Soleimani sea tan monocorde. Virtualmente todos los analistas aceptan la premisa de que Soleimani merecía ser asesinado, y el debate se restringe a las consecuencias políticas de su muerte. Por esa omisión, me centraré en la premisa de partida.
Sí, Soleimani fue responsable de infinidad de muertes. De hecho, bastantes más (y de mayor gravedad) que aquellas que relievó la prensa estadounidense: la de cientos de sus propios soldados. A fin de cuentas, esos eran militares abatidos en un contexto de guerra. No se puede decir lo mismo de los civiles asesinados en Iraq mientras se manifestaban (entre otras razones) contra la influencia iraní en su gobierno, o aquellos asesinados para mantener en el poder al dictador sirio Bashar Al Assad.
Siendo ese el caso, resulta hipócrita plantear el asesinato de Soleimani como una decisión moralmente lícita, aunque políticamente inconveniente. En primer lugar, porque la política estadounidense hacia Oriente Medio está plagada de alianzas y acuerdos con actores y personajes peores que Soleimani. Mientras le daba muerte, por ejemplo, negociaba con el movimiento Talibán, es decir, con la organización a la que el propio gobierno estadounidense acusó de complicidad en los atentados terroristas de septiembre de 2001. Soleimani, además, fue asesinado en Iraq, país que fue gobernado por una de las peores dictaduras en la historia regional, a la cual los Estados Unidos respaldaron durante su guerra con Irán, pese a que en el transcurso de la misma Saddam Hussein empleó armas químicas contra parte de su propia población (los kurdos).
A esa lista habría que agregar al propio Soleimani y al régimen iraní, quienes, para efectos prácticos, fueron aliados de los Estados Unidos tanto en su confrontación con el régimen Talibán como en su guerra contra el autodenominado Estado Islámico (tanto en Siria como en Iraq). Comprendo las consideraciones de realismo político que sustentan las negociaciones con el Taliban o a la alianza de hecho con el régimen iraní. Lo que me cuesta comprender es la pretensión de que esos hechos jamás ocurrieron, para convertir a quienes en algún momento se consideró aliados o interlocutores válidos en la encarnación de un mal absoluto, con el cual no cabe sino una guerra sin cuartel.
Resulta hipócrita plantear el asesinato de Soleimani como una decisión moralmente lícita, aunque políticamente inconveniente. En primer lugar, porque la política estadounidense hacia Oriente Medio está plagada de alianzas y acuerdos con actores y personajes peores que Soleimani.
Me cuesta bastante más comprender las razones por las cuales diversas potencias occidentales continuaron vendiendo a la dictadura de Hussein lo necesario para fabricar armas químicas sabiendo que las había empleado contra civiles inermes. Porque, si de atrocidades se trata, ni los Estados Unidos ni sus aliados regionales pueden alegar inocencia. Por citar los ejemplos más conspicuos, pensemos en la invasión ilegal de Iraq, en 2003 (basada en argumentos que resultaron ser falsos), la ocupación ilegal por más de medio siglo de territorios palestinos por parte de Israel (incluyendo la solicitud de la fiscal de la Corte Penal Internacional, Fatou Bensuda, de investigar los posibles crímenes de guerra que habría cometido en esos territorios), o que, según la ONU, la más grave crisis humanitaria en el mundo fue la ocasionada en Yemen, en parte, por las milicias hutíes (aliadas de Irán) pero, sobre todo, por la coalición liderada por Arabia Saudita (con respaldo de los Estados Unidos y Gran Bretaña).