Ecuador, Chile, Bolivia, Venezuela, y recientemente Colombia: las imágenes de las pasadas semanas parecen. Se trata de protestas pacíficas en las que, a sus márgenes, hubo actos de destrucción y violencia, que fueron reprimidos por las fuerzas de seguridad, en parte, brutalmente.
Fueron protestas que tuvieron amplias consecuencias. En Bolivia, la salida del presidente; en Ecuador, así como en Chile y Colombia, el retiro de polémicas regulaciones y planes de reforma. Las protestas cambiaron para siempre a esos países.
Hasta aquí las evidentes similitudes. Si bien el punto de partida político y económico en esos cuatro países era diferente, los motivos de las protestas eran comunes a todos ellos: la ceguera de las élites ante injusticias palpables; la arrogancia del poder y la falta de un modelo económico que logre un equilibrio entre la competitividad, las ganancias y la equidad social. Y un nuevo problema: el consenso sobre nuevos caminos parece ser en Chile tan difícil de hallar como en Colombia, y Bolivia está más dividida políticamente que nunca, mientras que la calma en Ecuador es engañosa.
Protestas contra gobiernos elegidos democráticamente
La democracia necesita tiempo, y es una ardua búsqueda de consenso y equilibrio entre los diferentes intereses. Al parecer, los manifestantes indignados no quieren nada de eso. Han esperado demasiado y han sido decepcionados demasiadas veces por la democracia. Aunque eso es comprensible, resulta difícil imaginarse una alternativa mejor.
En todos esos países -contrariamente a los de la primavera árabe- las protestas masivas no se dirigieron contra dictadores, sino contra gobiernos elegidos democráticamente. También Bolivia, donde Evo Morales se aferraba en forma cada vez más autocrática al poder, estaba muy lejos de transformarse en una dictadura. Sin embargo, los bolivianos salieron a la calle para proteger su democracia, al menos, al comienzo. La salida de Morales del poder, sin embargo, provocó las protestas de sus seguidores. Ambos bandos se han radicalizado, y el gobierno de transición no hace nada para impedirlo.
En lugar de eso, la presidenta interina, Jeanine Áñez, se ejercita en gestos políticos simbólicos, como la ruptura de las relaciones diplomáticas con Venezuela y la reanudación de estas con Israel, que podrían ser encargados por EE. UU. La Biblia que ostentaba durante su asunción del poder fue para algunos de los grupos indígenas que se habían rebelado contra Morales una señal del rechazo de sus culturas. La antigua oposición, que hubiera tenido las mayores posibilidades de ganar en nuevas elecciones, se atomiza visiblemente, y las fuerzas moderadas pierden adhesión, mientras la polarización aumenta.
Se profundiza la brecha política en la sociedad
También en Chile y en Colombia se perfila una profundización de la división política en lugar de una aproximación entre los diferentes grupos de protesta y el gobierno. Que tanto Piñera como Duque, luego de su tozudez inicial, hayan escuchado las numerosas demandas de los manifestantes y se hayan mostrado dispuestos al diálogo ya no convence a nadie en la calle. Luego de la acción totalmente exagerada de las fuerzas de seguridad también contra manifestantes pacíficos, la confianza en el Estado se ha perdido definitivamente. Al mismo tiempo, los delincuentes aprovechan cada nueva manifestación para actos de saqueo y vandalismo, lo cual sigue acelerando la escalada de violencia y atiza, en la parte pasiva de la población, la sensación de inseguridad y de pérdida del control.
En ambos países, el gobierno y los movimientos de protesta parecen vivir en diferentes planetas y hablar distintos idiomas. En Colombia, el conflicto armado con la guerrilla tapó durante décadas todos los otros problemas sociales. En Chile, la exitosa superación de años de dictadura y los datos económicos positivos ocultaron que la división social continuaba.
La cólera que ahora se abre camino ya no sabe de paciencia. Lo que los políticos llaman "negociaciones”, o el respeto de la ley, en la calle suena a excusa. En Chile, incluso la perspectiva de un referéndum constitucional no logró calmar la ira popular, y en las protestas no hay interlocutor alguno que pueda hablar con el gobierno. Toda conversación seria ha fracasado en Colombia, empezando porque el comité del paro reclama el derecho único de representación y no quiere alinearse con otros grupos sociales.
¡Quiero todo, y ahora mismo!
A eso se suma que la gente en la calle demuestra en cierto modo quererlo todo, y querelo ya: una educación de mejor calidad que sea pagable, menos violencia contra las mujeres, jubilaciones más altas, menos racismo, mejores servicios de salud, más protección para el medioambiente y para los activistas. La lista es aún más larga. Pero el Estado no es responsable directo de todo, y, de hecho, ese tipo de reformas no se pueden implementar de un día para otro. Ni siquiera en una dictadura.
Evidentemente, la política no ha logrado hasta ahora encontrar un lenguaje en el que se pueda hablar de los temas que ocupan a la gente. Pero del lado de los movimientos de protesta, la disposición a un compromiso parece ser mínima. El "ahora nos toca a nosotros” y la embriaguez del sentimiento de poder en las calles impiden pensar con sobriedad. Por supuesto, también continúa la desconfianza contra un Estado que se ha vuelto violento. Pero a pesar de eso, sin negociaciones no habrá soluciones, y tampoco si no existe la comprensión de que nadie tiene el derecho único de representación. Ya se trate de políticos electos por el pueblo o de ciudadanos indignados: todos ellos solo pueden hablar por un sector de la sociedad.
Democracia es consenso y equilibrio
La democracia necesita tiempo, y es una ardua búsqueda de consenso y equilibrio entre los diferentes intereses. Al parecer, los manifestantes indignados no quieren nada de eso. Han esperado demasiado y han sido decepcionados demasiadas veces por la democracia. Aunque eso es comprensible, resulta difícil imaginarse una alternativa mejor. Si todas las normas se dejan de lado, lo primero que surge es el caos, seguido, en la mayoría de las veces, de la imposición de la ley del más fuerte. Y eso no es precisamente justicia.