El siglo XXI es el siglo de la sostenibilidad. Nuestro futuro depende de los pasos que avancemos en esa dirección. Uno de los aspectos críticos para dibujar ese futuro sostenible son las infraestructuras. Según las Naciones Unidas, las infraestructuras tienen una influencia directa sobre el 90% de las emisiones de gases de efecto invernadero.

En el futuro, las infraestructuras tendrán un papel aún más crítico debido a dos tendencias imparables. El fuerte crecimiento demográfico -en 2050 habrá 9.700 millones de habitantes- y la concentración en torno a las ciudades: dos tercios de la población mundial vivirá en las urbes. En América Latina y Caribe (ALC), esta cifra subirá del 80% al 90% en 20 años.

Este crecimiento demográfico exige más infraestructuras para abastecer necesidades básicas como agua, saneamiento, energía, movilidad, etc. Infraestructuras que, a diferencia de las actuales -en general, poco resilientes y muy contaminantes- deben ser más eficientes, resilientes y sostenibles. Solo así se podrá dar forma a esa economía descarbonizada con la que nos hemos comprometido en el Acuerdo de París.

Y debemos acelerar el paso. Como advertía hace unos días la ONU, o pisamos el acelerador o no lograremos acotar el calentamiento global en 2030 a menos de 2 grados Celsius. Además, todavía hay un déficit importante de infraestructuras básicas en el mundo. Hay que crear donde no hay y reemplazar lo viejo y contaminante. En total, se necesitan 90 billones de dólares de inversión en infraestructuras mundiales de aquí a 2030, según el New Climate Economy, más del valor total de la infraestructura que existe actualmente. El 60% de esta infraestructura será construida en los países en desarrollo, abriendo la posibilidad de saltar a un mundo de infraestructura sostenible, sin pasar por modelos de desarrollo alto en emisiones propio de las economías desarrolladas.

Hay mucho en juego y no se pueden correr riesgos. Una de las razones por las que actualmente tenemos este enorme desafío respecto al cambio climático es porque en el pasado no planificamos ni pensamos en estos términos al diseñar las infraestructuras existentes. No podemos cometer el mismo error. Nos jugamos nuestro desarrollo y bienestar como ciudadanos, pero también el futuro en sí mismo.

En ALC las más acuciante están en el transporte y energía aunque también hace falta invertir en agua y saneamiento, según el informe anual de Global Infrastructure Outlook. El BID calculó que el costo de no añadir capital nuevo a la infraestructura de los países de la región equivale a alrededor de un punto porcentual de pérdida de crecimiento del PIB. La inversión necesaria equivale el 6,2% del PIB o 320.000 millones de dólares al año, según Cepal.  Pero, pensar en infraestructura sostenible implica elegir qué se construirá y cómo.

Nuestra región, a pesar de que emite relativamente poco, es muy vulnerable al aumento de las temperaturas, que ha contribuido al retroceso dramático de los glaciares andinos, a fenómenos extremos como las inundaciones y sequías, y a cambios de temperaturas y de precipitaciones con impacto directo en la productividad agrícola de la región. Los impactos de cambio climático significan pérdidas anuales alrededor de 80.000 millones de dólares de acuerdo al Observatorio Iberoamericano de Cambio Climático y Desarrollo Sostenible. Una alteración de los patrones climáticos en 2050 sería catastrófica para la región en términos cualitativos -pérdida de biodiversidad, arrecifes, glaciares, entre otros- y cuantitativos: se perdería entre el 1,5% y el 5% del PIB, según cálculos de Cepal. Entonces, la infraestructura que se construya deberá contar con un blindaje para garantizar una vida útil larga. El costo inicial en infraestructura resiliente es 3% más que en construcciones tradicionales, según un estudio de Willis Tower Watson. Pero para América Latina y el Caribe, los beneficios superan largamente los costos: cada dólar invertido en resiliencia genera cuatro dólares más de beneficio, según cálculos del BID.

Una estrategia a largo plazo baja en emisiones deberá considerar alternativas a modelos de desarrollo alto en emisiones, como el transporte de carga en carretera, que representó 7% de las emisiones totales de la región en 2018. Construir carreteras para el comercio exterior puede ser sostenible si incluye tecnología como la electrificación por aire, que permite suministrar energía -de fuentes renovables- a camiones mediante cables elevados, como lo está desarrollando Siemens. Este cambio tecnológico no es fácil, y requiere inversiones planificadas con antelación.

El tiempo apremia y los retos son importantes.  La inversión en infraestructura es un compromiso a largo plazo que, si se comenten errores, quedarán ahí durante muchos años. Además, su financiación tiene ciertas peculiaridades: se requiere un plazo más dilatado -dada la envergadura de los proyectos- e implica aspectos específicos como impactos sociales y medioambientales que hay que gestionar, externalidades positivas y negativas, cuestiones políticas e institucionales y, por supuesto, lograr la alineación de la financiación con los criterios de sostenibilidad. 

Es importante que todos los engranajes funcionen correctamente. Por ello, en el Grupo BID hemos desarrollado un marco específico para las infraestructuras sostenibles que incluye más de 60 criterios y atributos en las cuatro dimensiones que consideramos clave -social, ambiental, incluyendo la resiliencia climática, financiera y económica e institucional- y que deben aplicarse durante todo el ciclo de vida del proyecto, desde la planificación, el diseño, la construcción y el cierre.  En su financiación también estamos viendo la creciente aplicación de los criterios ASG, Ambientales, Sociales y de Gobernanza.  Según el grupo Principles for Responsible Investment (PRI), ya se aplican los criterios ASG en la selección, gestión y monitoreo de inversiones indirectas en infraestructuras por un valor de 123.000 millones de dólares y en otros 440.000 millones de inversiones directas.  Y esto solo acaba de empezar. Invertir con criterios ASG implicar tener en cuenta los aspectos medioambientales, sociales y de gobernanza de los proyectos y/o emisiones, además de la rentabilidad puramente financiera.

Hay mucho en juego y no se pueden correr riesgos. Una de las razones por las que actualmente tenemos este enorme desafío respecto al cambio climático es porque en el pasado no planificamos ni pensamos en estos términos al diseñar las infraestructuras existentes. No podemos cometer el mismo error. Nos jugamos nuestro desarrollo y bienestar como ciudadanos, pero también el futuro en sí mismo.