Los balazos no funcionaron. Tampoco funcionan los abrazos. La inseguridad y la violencia aumentan y no existe diagnóstico razonable sobre el problema ni de la forma de resolverlo. Bastó una declaración del presidente Trump para que los responsables de la seguridad se olvidaran de la problemática o de sus terribles consecuencias para la ciudadanía: prefirieron envolverse en la bandera, ignorando hasta el hecho mismo de la violencia. Ni el nacionalismo ramplón ni la ausencia de estrategia van a resolver el problema.
Es imperativo separar dos componentes de la problemática: la dimensión estadounidense y la violencia misma; se trata de dos perspectivas que responden a circunstancias distintas, aunque pudiese haber vinculaciones. Por el lado norteamericano, el debate sobre la naturaleza de los problemas de México lleva décadas y ha ido cambiando en el tiempo. Por muchos años, luego de la Revolución, los norteamericanos observaron como México estabilizó su economía y logró sedimentar una paz social y política. Luego, con el inicio de la era de las crisis en 1976 y, sobre todo, 1982, los debates allá comenzaron a emplear términos como el de Estado fallido. Desde la perspectiva norteamericana, la negociación del TLC al inicio de los noventa constituyó una forma de apoyo a México para que, finalmente, diera el “gran salto” hacia el desarrollo.
Dos décadas después, retornó el debate: México no convirtió el TLC en una palanca para su desarrollo integral, sino que se limitó a la transformación de una parte de su economía. Por más que ese instrumento haya sido extraordinariamente exitoso en consolidar una plataforma exportadora, resultó evidente a sus ojos (y para quien quiera ver la realidad) que México había usado al TLC como un mecanismo para no alterar el orden político o los intereses cercanos a la clase política. Fue en este contexto que se comenzaron a debatir ideas sobre cómo forzar a México a erradicar la corrupción y modificar sus estructuras político-burocráticas. Estos debates no llevaron a nada relevante, en buena medida porque, para EUA, las consecuencias de adoptar una estrategia errada hacia México podrían fácilmente traducirse en una súbita emigración masiva de mexicanos. En este sentido, la propensión estadounidense a ser cuidadosos con México (aunque no lo parezca) ha tenido por consecuencia hacerle la vida mucho más fácil a los más perniciosos intereses mexicanos que favorecen el statu quo.
Desde la perspectiva mexicana, las preocupaciones estadounidenses pueden ser vistas como erradas, ingenuas o intervencionistas, pero no por eso se puede pretender que no existe un problema mayúsculo. México padece un sistema de gobierno disfuncional, una creciente e intolerable violencia y un mundo de corrupción e impunidad, todo lo cual tiene un mismo origen: un sistema político diseñado por los ganadores de un movimiento revolucionario para depredar y expoliar. En lugar de transformarse para el siglo XXI, el sistema ha incorporado nuevos integrantes, pero preservado su objetivo nodal: privilegiar a los poderosos en el sentido más amplio del término.
El problema no lo van a resolver los estadounidenses con cambios legales o con drones porque eso no ataca las causas del fenómeno. México requiere una estrategia idónea para crear un nuevo sistema de gobierno que permita enfrentar la violencia antes de que se nos impongan soluciones que no resuelvan pero que sí pudieran llegar a desmantelar lo poco que sí funciona en el país.
Mientras que la economía ha ido experimentando cambios y transformaciones diversas, algunas muy favorables y otras no tanto, el mundo de los privilegios y de corrupción permanece. Fue funcional en los treinta del siglo pasado, pero ya no lo es, por más que ahora se quiera reforzar con la renovada concentración de poder que pretende afianzar el presidente. En lugar de construir un nuevo sistema de gobierno, el país se ha quedado paralizado en este ámbito por casi cien años. Ahí radica el origen de la disfuncionalidad actual y, por lo tanto, de la incapacidad gubernamental para terminar la violencia.
Es en este contexto que permanecen males como los de la impunidad y la corrupción (inherentes al sistema post revolucionario) y, más al punto, que el gobierno sea incapaz de enfrentar sus consecuencias indeseables, como la de la violencia.
Es evidente que mucho de la violencia está vinculado al negocio del narcotráfico que, al menos en una proporción significativa, se origina en EUA. Sin embargo, el hecho de que la violencia tenga lugar en nuestro país y no en el de nuestros vecinos constituye una prueba de que el problema radica en nuestro sistema de gobierno, pues el mismo fenómeno del narcotráfico allá no se traduce en violencia.
El que Trump llegase a declarar a las mafias de narcotraficantes como terroristas tendría toda clase de repercusiones, pero no va a resolver el problema de la violencia en México. En lugar de envolvernos en la bandera, lo conducente sería llevar a cabo un diagnóstico profundo y honesto sobre la naturaleza del problema para, en ese contexto, decidir qué debe hacerse y, en su caso, solicitar el tipo de apoyo que podría ser relevante para México.
El problema no lo van a resolver los estadounidenses con cambios legales o con drones porque eso no ataca las causas del fenómeno. México requiere una estrategia idónea para crear un nuevo sistema de gobierno que permita enfrentar la violencia antes de que se nos impongan soluciones que no resuelvan pero que sí pudieran llegar a desmantelar lo poco que sí funciona en el país.