En la guerra en Siria no sólo están en disputas las luchas por el poder entre el presidente Bachar El Asad y los grupos rebeldes que buscan derrocarlo por la vía de las armas, sino también los intereses económicos y estratégicos de las potencias: Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Rusia y China, además de las rivalidades y las tensiones en el mundo islámico entre sunitas y chiítas, representados en las dos potencias regionales: Arabia Saudita (sunita) e Irán (chiíta) y sus aliados, quienes han propiciado que el péndulo de la geopolítica mundial se mueva en el conflicto sirio y en el combate del Estado Islámico.

Se trata de una guerra que lleva cuatro años y que deja un país devastado, fragmentado, en ruinas y en medio de una barbarie brutal que ya ha dejado 250 mil muertos, 7 millones de desplazados internos y 4 millones de refugiados en el Líbano, Jordania, Turquía, Iraenk, Egipto, Argelia y Europa. Una guerra que mueve intereses políticos, militares, económicos, religiosos y étnicos, los motores del conflicto y seguro para que las potencias defiendan sus intereses e influencias en el Medio Oriente.

Es una guerra donde Estados Unidos arma a las fuerzas rebeldes que luchan contra el régimen sirio, mientras Rusia le vende armas al régimen y le pone a su servicio su base militar en Tartus. Los rusos con el apoyo al régimen de El Assad aseguran la preservación de su única base militar en el Mediterráneo, contratos de ventas de armas y sus negocios petroleros.

Ahora el hecho que sunitas y chiítas tengan visiones diferentes en lo político y religioso, en un mundo islámico donde los aspectos religiosos son determinantes en las definiciones de las lealtades políticas, también ha contribuido en gran medida a la internacionalización de la guerra. Por tres razones: la primera, porque la guerra se ha convertido en un pulso geopolítico en el Medio Oriente entre Estados Unidos, Rusia y China. Tanto el gobierno de Obama como el de Putin miden fuerzas e influencias en la región. Mientras Estados Unidos es partidario de la salida del presidente El Asad y actúa indirectamente a través de sus aliados, Rusia lo respalda e interviene directamente, pero ambas potencias coinciden con el régimen sirio y con sus aliados en la región en la lucha contra el Estado Islámico; la segunda, el gobierno de Siria está controlado por los alawitas, una rama chiíta. Por lo tanto, recibe apoyo de Irán, la potencia regional chiíta y de Hezbola, un grupo rebelde chiíta del sur del Líbano que lucha contra Israel. La tercera, los grupos rebeldes que luchan por derrocar al gobierno de Bachar El Assad están dominados por sunitas. Por eso reciben apoyo de Arabía Saudita, la potencia regional del mundo árabe y del sunnismo, de Jordania, Turquía, Irak, Israel, Yemen, Qatar, Kuwait, Bahréin y los Emiratos Árabes Unidos. Ahora, el hecho de que Hezbola, enemigo de la existencia de Israel, respalde al régimen sirio, ha hecho que Israel apoye fuerzas rebeldes. Indudablemente que Arabia Saudita e Irán mueven sus tentáculos en la región para que intervengan en la guerra y son las puntas de lanzas de los intereses de las potencias en la misma.

Es una guerra donde Estados Unidos arma a las fuerzas rebeldes que luchan contra el régimen sirio, mientras Rusia le vende armas al régimen y le pone a su servicio su base militar en Tartus. Los rusos con el apoyo al régimen de El Assad aseguran la preservación de su única base militar en el Mediterráneo, contratos de ventas de armas y sus negocios petroleros.

Por su parte, China, que es uno de los mayores proveedores de productos importados en Siria, con su apoyo al régimen protege sus inversiones petroleras y sus intereses estratégicos en el Medio Oriente. Por eso con Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU han bloqueado los intentos de sanciones a Siria, impulsados por Estados Unidos, Inglaterra y Francia.

Estados Unidos, quien perpetuó en el poder a la dinastía de la familia del presidente El Assad durante 44 años, pese a que pide su dimisión, juega ambivalentemente en medio de la guerra para mantener su hegemonía, recomponiendo su decadente liderazgo en la región, después de sus desastrosas intervenciones en las guerras de Irak y Afganistán. Y lo hace de la mano de sus aliados sunitas y chiítas. En otras palabras, los estadounidenses juegan con las dos caras de una misma moneda.