Hace unos días, mientras recordaba a aquel presidente del Banco Mundial cuyos calcetines agujereados fueron mostrados por la prensa de todo el mundo, tiré un par al basurero. Inevitablemente recordé “la canasta de costura” de las épocas en que las abuelas se sentaban a conversar o contarnos historias mientras zurcían calcetines y otras prendas, pues un agujero podía repararse fácilmente y a nadie se le ocurría echar a la basura un calcetín por esa razón.
Entonces nos escandalizaba que, en lugar de reparar, alguien pudiera botar un aparato eléctrico. Los hermanos menores heredaban las prendas de los mayores y los afortunados de una clase media en estado de supervivencia teníamos un par de zapatos para el colegio, otro para los cumpleaños y otro más para el resto del tiempo. Las bicicletas se repintaban para disimular la transferencia de un hermano al otro y el uniforme tenía un dobladillo bien largo para que pudiera durar al menos dos años.
Estudiar o sacar buenas notas no nos hacía ganar ningún premio “porque era la única obligación que teníamos en la vida”. Y luego de pasar por la universidad o una carrera técnica, había que trabajar, y con el primer sueldo se empezaba a pagar al menos una cuenta en casa, hiciera o no hiciera falta. Era la manera como aprendíamos que no hay nada gratis y cuidábamos los trabajos porque con una economía que se arrastraba no era fácil conseguir uno nuevo. Si queremos ver el lado positivo, era más fácil educar a los hijos: menos recursos derivaban en mayor esfuerzo y sentido de responsabilidad.
Las generaciones que hoy terminan sus estudios o están en la primera (o segunda) etapa de su vida laboral, a decir de los expertos, viven en un planeta distinto.
Las generaciones que hoy terminan sus estudios o están en la primera (o segunda) etapa de su vida laboral, a decir de los expertos, viven en un planeta distinto: a la velocidad que van las cosas, ya los yuppies son relativamente ancianos, y ahora reinan las generaciones X, Y, Millennials, y no sé cuántos más.
Resulta que algunos de estos solo trabajan en lo que les genera gratificación inmediata; y hay que cuidarles el ambiente laboral, integrarlos y darles feedback para que continúen mejorando su desempeño. Sus jefes directos, solo un poco mayores que ellos, están atrapados entre jóvenes a quienes tienen que motivar y comprender, y jefes mayores que les exigen a ellos “como en los viejos tiempos”.
En el Perú hay un pequeño grupo privilegiado cuyos empleadores proporcionan todas estas condiciones, que, además, son posibles porque la generación anterior se esforzó para pagar la deuda externa adquirida en época de sus padres y en recuperar al país de las crisis causadas por un modelo económico equivocado que empobreció a la mayor parte del país.
Son ellos los que vivieron una época de terror y asumieron el costo de la violencia.
Por eso, cuando unos jovencitos ningunean el crecimiento que ha tenido el Perú y los cambios que han permitido construir lo que ellos hoy consideran poco, resulta importante darles una buena dosis de ‘ubicaína’.
No tenemos un país ideal y atravesamos por una crisis de confianza que ha desacelerado el crecimiento. Tenemos un gobernante débil y funcionarios temerosos. Nuestro Congreso nos avergüenza, pero son los que hemos elegido para que den las normas que rigen nuestra conducta.
¿No nos gusta? Pues a pensarlo mejor al votar,… o a asumir la responsabilidad de involucrarse en el manejo del país. Para eso los hemos mandado a estudiar.