Aunque haya amainado en tiempos recientes, el debate en sociedades occidentales en torno al velo islámico (o hiyab) siempre me pareció desproporcionado. 

Cuando sus implicaciones sobre la condición social de la mujer son puestas en perspectiva, resulta evidente que existen otros temas que hubiesen ameritado mayor atención, pero que no la recibieron. Tal vez ello se explique por el hecho de que el valor simbólico que se le atribuye al hiyab en algunos medios europeos o estadounidenses abreva del pensamiento colonial sobre el oriente producido a partir del siglo XVIII: en este, el hiyab solía simbolizar tanto la inferioridad de la mujer en el islam, como la inferioridad en general de la cultura islámica. Lord Cromer, quien entre 1883 y 1907 gobernara Egipto en representación de la corona británica, mencionaba (entre otras cosas) el hiyab cuando sostenía en 1908 que “La posición de la mujer en Egipto es un obstáculo fatal para conseguir la elevación de pensamiento y carácter que debe acompañar la introducción de la civilización europea”.

No pocas feministas en las décadas del 60 y 70 creían que la minifalda convertía a la mujer en un mero objeto de deseo para el hombre, al tiempo que contribuía a que la autoestima de la mujer dependiera de su capacidad para atraer físicamente a los hombres.

Pareciera pues que remover el símbolo de su inferioridad (el hiyab), fuese condición para iniciar el proceso de liberación de la mujer musulmana. La prenda, entonces, estaría intrínsecamente asociada a la subordinación social de la mujer, ignorando la posibilidad de que quienes la usan pudiesen dotarla de un significado social distinto. Lo cual resulta paradójico cuando recordamos el cambio de significado social que se produjo dentro del imaginario feminista respecto a otra prenda de vestir: la minifalda. No pocas feministas en las décadas del 60 y 70 creían que la minifalda convertía a la mujer en un mero objeto de deseo para el hombre, al tiempo que contribuía a que la autoestima de la mujer dependiera de su capacidad para atraer físicamente a los hombres. Hoy en cambio existen feministas que perciben el uso de la minifalda como un ejercicio de su libertad de elección, cuando no como un desafío a la moral conservadora que encuentran en su entorno social.

Algunas posiciones en el debate actual en torno al hiyab recuerdan ese precedente. Es el caso por ejemplo de Nadiya Takolia, ciudadana británica de ascendencia musulmana quien hasta unos años después de culminar sus estudios universitarios jamás había usado velo alguno. Cuando explica por qué decidió convertir el hiyab en parte de su indumentaria, indica que este “significa una multitud de cosas para las mujeres que eligen usarlo”, y que “en una sociedad en la que el valor de una mujer parece focalizado en su atractivo sexual, algunas lo usan de manera explícita como una declaración feminista que reivindica un modo alternativo de empoderamiento femenino. La política y no la religión es la motivación aquí. Yo soy una de esas mujeres”. Presagiando la crítica de que su argumento es similar al que podría esgrimir una mujer religiosa y conservadora, Takolia añade “el tema en cuestión no es la búsqueda de protección frente a la actitud lasciva de los hombres. Es mi forma de decirle al mundo que mi femineidad no está disponible para consumo público”. Se trata ciertamente de un argumento que podría someterse a un escrutinio crítico, pero creo que emergería de él mejor librado que la presunción contraria según la cual toda mujer que usa el hiyab es a priori una víctima del patriarcado.