Más allá de la escasa popularidad de la que gozan, secreto de Estado, espionaje, inteligencia y contrainteligencia son cuestiones que no deberían resultarnos sorprendentes a esta altura del partido. De hecho, este tipo de políticas se ha caracterizado por su continua presencia a lo largo de la historia. Su función es recoger información privilegiada que permita tomar decisiones estratégicas vinculadas a temas particularmente sensibles.
Sin embargo, por más común que sean, no dejan de representar un riesgo significativo, sobre todo para el aceptable funcionamiento de un régimen democrático. La misma naturaleza secreta de las políticas de inteligencia -aun cuando sean lícitas- las convierte en un blanco difícil de controlar, en la que el umbral de la legalidad (o de la ética y los escrúpulos) es tenue y puede cruzarse con facilidad. Una vez atravesado, derechos como el de la privacidad, o incluso, los mismos derechos humanos, pueden ser vulnerados con facilidad.
Es necesario que estos organismos estén efectivamente sometidos a un marco jurídico y a un sistema de fiscalización que delimite sus funciones y el alcance de sus políticas de manera mucho más estricta, respetando no sólo las reglas, sino también el espíritu mismo de la democracia.
Dentro de este marco, así como en algunas oportunidades la inteligencia puede jugar un rol esencial en la ejecución de planes exitosos y legales, como fue el caso de la Operación Jaque, en Colombia, otros pueden representar todo lo contrario, como ocurriera con el “escándalo de las chuzadas”, de 2009, que llevó al cierre del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). En un lugar mucho más cercano a este segundo caso podemos ubicar al flamante y actual “Caso Andrómeda”.
Es probable que en el mediano o largo plazo los resultados de este nuevo escándalo sean relativamente inocuos. Aun cuando le haya “costado la cabeza” a dos generales y haya producido la visible reacción de los negociadores de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), no parece que las perturbaciones que pueda producir sean lo suficientemente intensas para poner en riesgo los diálogos de la Habana.
Sin embargo, más allá de los modestos efectos que pueda tener, es legítimo e importante preguntarse quién controla a los organismos de inteligencia. Sobre todo, cuando éstos se caracterizan por un alto nivel de politización a la hora de seleccionar a quién escuchar (chuzar) y, cuando en la mayor parte de las oportunidades se produce una filtración selectiva de la información que favorece claros intereses político-ideológicos.
En este sentido, es necesario ponerle coto a semejante situación, no promoviendo posiciones voluntaristas y naif e incluso contraproducentes, que propongan la desaparición de este tipo de actividades (de inteligencia) sino, por el contrario, haciendo que estos organismos estén efectivamente sometidos a un marco jurídico y a un sistema de fiscalización que delimite sus funciones y el alcance de sus políticas de manera mucho más estricta, respetando no sólo las reglas, sino también el espíritu mismo de la democracia.