Tuve la fortuna de conocerte, José Emilio Pacheco, aunque me quedé con ganas de tratarte más.

Durante muchos años publicamos en la misma revista. Y cuando fui corresponsal en la ciudad de Washington, al mismo tiempo que tú eras profesor de la Universidad de Maryland, tuviste conmigo detalles de gran compañerismo.

En suma, José Emilio Pacheco, se extrañará tu presencia, pero, sobre todo —si me lo permites— tu prudencia, porque tú eras de aquellos que no necesitan estar para ser, ni hablar para hacerse escuchar ni escribir su nombre completo para que los identifiquen.

Te saludé por última vez en el homenaje que te hicieron con motivo de tus 70 años de vida. Ahora lamento no haberte buscado después. Y no se me ocurre otra excusa para no haberlo hecho que las ocupaciones diarias que envuelven y aíslan.

Afortunadamente, José Emilio Pacheco, recibiste en vida muchos reconocimientos, homenajes y premios. No sé si los suficientes, pero si acaso no lo fueron, ahora que te has ido la cuenta seguramente se emparejará porque muchos te quisieron y seguirán divulgando tu obra.

Yo te recordaré porque has sido, junto con Gabriel Zaid, uno de esos intelectuales sin mancha: con distancia crítica respecto del poder y autoridad moral para criticarlo, pero suficientemente discreto para no abrumar con su presencia y convertir su nombre en sinónimo de una causa.

Te recordaré también, obviamente, por tu obra. Mi concepción sobre el amor al país está bien retratada en tu poema “Alta traición”. La patria, como dices, es demasiado etérea para amarla toda. Es territorio, pero también olores; es gente al mismo tiempo que recuerdos.

México es un país construido sobre muchos mitos y falsedades. Se desconoce su historia. Y a ésta se le sobrevalora y se le añora pese a que no es tan gloriosa como muchos creen. Por eso, aferrarse al pasado de México es un error. Más aún, porque impide imaginar el futuro.

Te voy a extrañar, JEP, porque fuiste un hombre de bien, porque me hallo en tu poesía —la última vez que nos saludamos, yo llevaba un poema tuyo impreso en una hoja y me lo firmaste mientras te reías de mi extraña petición—, y porque un amigo no necesita de muchos gestos ni de mucho tiempo para demostrar que lo es. Gracias.

Pero no me dejas en la orfandad, JEP. A raíz de tu muerte he leído a muchos que te reprochan haberlos dejado aún más “solos”, en un valle de lágrimas o alguna cosa similar.

Con tu partida siento, más bien, la pérdida de un hermano. Sólo los padres producen huérfanos. Tú dejas un hueco —sí, muy difícil de llenar—, pero no desamparo.

Me cuesta trabajo entender, José Emilio Pacheco, esa necesidad de guía moral o de complicidad ideológica que tienen algunos. Son los que exclaman “¡cuántos se nos han ido!” cada vez que muere un gran intelectual como tú, y luego preguntan retóricamente “¿cuántos nos quedan?”

Cuando murió Norman Mailer —nada reservado, a diferencia tuya—, no escuché el llanto de sus huérfanos intelectuales, reclamando que los hubiese dejado a la deriva. ¿O tú sí?

Fincar la conciencia crítica del país en lo que hace o dice un mortal, por grande que sea, es tremendamente arriesgado. Sé que apenas el viernes platicabas con un amigo común, y hoy ya no estás. Así de frágil es la vida. Sí, también las de los grandes hombres.

La conciencia perdurable de un país está, por un lado, en sus instituciones y en sus leyes, cuando éstas son producto del debate. Ellas son la suma de las voluntades de las minorías que se traduce en el interés general de una sociedad.

Pero también está en su cultura, es decir, en el cúmulo de costumbres, técnicas y saberes, creencias y representaciones de una comunidad. O como diría Jerome Bruner, “la caja de herramientas cognitivas que permite al hombre olvidarse de los siete elementos”.

Creer que la conciencia de un país puede reposar en los hombros de un notable, o un grupo de ellos, corre el riesgo de llevarnos al excepcionalismo. Una misma conducta puede ser “buena” o “mala” dependiendo de lo que diga sobre ella algún referente intelectual.

En lugar de que sean las leyes las que determinen la validez de los hechos y su apego al interés general, se recurre a la opinión de un tótem para sancionar tal o cual acción.

Por eso, para algunos, si un retén carretero lo pone el Ejército, es “malo”; pero si el mismo retén lo pone una autodefensa, es “bueno”, porque aquélla lo hace, según esto, en nombre del pueblo.

En suma, José Emilio Pacheco, se extrañará tu presencia, pero, sobre todo —si me lo permites— tu prudencia, porque tú eras de aquellos que no necesitan estar para ser, ni hablar para hacerse escuchar ni escribir su nombre completo para que los identifiquen.

Pero quedan otros, muchos otros, dispuestos a aportar el clavo, el tornillo, las pinzas o el martillo a esa caja de herramientas colectiva. Para que las usen los hombres, los de hoy y los de mañana, y hagan de este país y del mundo un mejor lugar para vivir.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.