Cuando el estadista duque de Richelieu (1766-1822) se encontraba planeando una campaña militar, uno de sus oficiales puso un dedo en el mapa y afirmó “cruzaremos el río en este lugar”, a lo que Richelieu respondió: “excelente señor, pero su dedo no es un puente”. La diferencia entre planear y lograr es enorme y es particularmente notable cuando las tensiones se exacerban, los objetivos se entrecruzan y las realidades se imponen.

El primer año de la presidencia de Enrique Peña Nieto ha sido todo lo que sus partidarios y detractores anticipaban. Como preveían sus partidarios, el gobierno ha sido eficaz, ordenado y disciplinado. Existe un objetivo claro, se han reconstruido y afianzado las estructuras de control, los gobernadores se han replegado, los partidos de oposición juegan con el gobierno y la agenda legislativa avanza. Como anticipaban sus detractores, el orden no es equivalente a contar con un plan: la inexperiencia se ha traducido en un pésimo desempeño económico, la inseguridad va en ascenso, la popularidad del gobierno va a la baja y las promesas de mantener la estabilidad financiera y eliminar los obstáculos al crecimiento del país se desvanecen en el aire.

Más allá de las contraposiciones que denotan esos contrastes, es patente que hoy hay un gobierno con sentido de poder y de orden, algo que había desaparecido del mapa desde los 60.

Más allá de las contraposiciones que denotan esos contrastes, es patente que hoy hay un gobierno con sentido de poder y de orden, algo que había desaparecido del mapa desde los 60. Muchos critican su excesivo formalismo, pero las formas también son fondo: son una expresión de orden y una convocatoria a respetar las reglas, así sean estas las no escritas del viejo sistema. De la misma forma, es innegable la profunda contradicción entre el plan de gobierno presentado en campaña que prometía guardar la estabilidad económica, resolver los problemas de crecimiento y lanzar un proyecto transformador, con la  falta de coherencia entre las diversas reformas que se han avanzado, el ánimo de no tocar intereses cercanos al PRI y una agenda económica más burocrática y política que orientada a la prometida transformación.

Luego de casi dos décadas de parálisis en materia de reformas relevantes, este primer año ha sido especialmente significativo por la obsesión por avanzar una ambiciosa agenda en temas sustantivos susceptibles de afectar intereses. Por años se habló de reformas en temas como el laboral, educativo, telecomunicaciones, energético y hacendario. En todos ellos, el gobierno hizo una propuesta de reforma, casi todas involucrando enmiendas constitucionales, negoció con los partidos de oposición y avanzó en su aprobación. En términos formales, el resultado es impecable. Lo único que falta para 2014 es la ley reglamentaria en materia energética, para la cual la coalición gobernante tiene suficientes votos para su aprobación.

El problema reside en la calidad, en el contenido de las reformas y, por supuesto, su implementación. Por lo que concierne al contenido de las reformas, el gobierno hizo suya la noción de que el problema era la ausencia de reformas y no el fondo de las mismas. Lo importante era ponerle palomita a la lista de reformas requeridas y la realidad se vería transformada como por arte de magia. Si uno observa el contenido de varias de las reformas ya aprobadas, no es mucho lo que se puede esperar y eso suponiendo que se implementen de manera integral. 

La reforma laboral no constituye un cambio radical. La reforma educativa representa un avance, pero no tan profundo como sus proponentes sugieren y todavía está por verse si puede ser implementada. La llamada reforma hacendaria acabó siendo una gran miscelánea fiscal sin más coherencia que la de financiar, con déficit y deuda pública adicional, un presupuesto exacerbado. La reforma de las telecomunicaciones parece estar acabando en un nuevo arreglo entre los poderes fácticos en la materia. La reforma energética está inconclusa y, aunque es con mucho la más promisoria, en este momento es imposible saber si el contenido de las leyes secundarias atraerá la ansiada inversión. En cualquier caso, lo que es evidente es que no existe conexión entre las diversas reformas: lo importante no era remover obstáculos al crecimiento e incrementar la productividad sino palomear la lista.

Pasada la aprobación de las leyes secundarias en materia de energía vendrá el proceso de implementación. Ahí es donde se pondrán a prueba tanto los objetivos profundos de la administración como su capacidad de operación política. Algunos asuntos son relativamente simples de trasladar y traducir de la reforma legal a la realidad concreta: lo laboral seguirá viviendo las contradicciones históricas entre la legislación vigente y la práctica cotidiana; en telecomunicaciones la propia ley ya es producto de arreglos entre los actores del sector. Persistirán las disputas en materia educativa, donde la clave reside en separar los asuntos académicos de los laborales. El gran conflicto que se avecina es el de la energía donde, además del pleito político, chocarán los intereses internos de los monstruos burocráticos de Pemex y CFE –sus burocracias, sindicatos, contratistas- que por décadas han depredado y expoliado sin límite alguno. 

El año ha sido impactante tanto por el impresionante avance legislativo como por la inexperiencia del gobierno y su pretensión de imponer su visión sobre la realidad. No me cabe duda que en los próximos meses veremos un choque entre estos dos vectores. Sólo queda confiar en que habrá la flexibilidad de adaptar los objetivos a la realidad y no al revés.