Durante sus 20 años de gobierno, la Concertación no tuvo voluntad de hacer transformaciones. Se acomodó a la institucionalidad impuesta por Pinochet. Se benefició de ella. Muchos de sus dirigentes ingresaron a los negocios de los grupos económicos; otros hicieron del Parlamento y de los cargos públicos su vida laboral. Así las cosas, se mantuvo la Constitución de 1980. Lagos le introdujo algunas modificaciones cosméticas, incluida su propia firma, y con ello cometió el grave error de validarla.

La Constitución tenía por propósito trascender los cambios hechos en dictadura e impedir que un escenario político como el de inicios de los 70 se pudiera repetir. Para ello se impuso un sistema económico para la acumulación de una minoría, con Estado subsidiario; y un sistema político que impide realizar cambios desde la institucionalidad. En palabras de Jaime Guzmán, su artífice, “La Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría”. Así ha sido.   

Michelle Bachelet, probable presidenta, no debiera dudar un momento en apoyarse en las organizaciones sociales para construir una nueva Constitución. La búsqueda de entendimientos entre la derecha y la Nueva Mayoría en el Parlamento para reformar la Constitución será rechazada por la ciudadanía.

Los estudiantes movilizados a partir del 2011 le pusieron el cascabel al gato. El cuestionamiento al lucro y la exigencia de una educación pública y universal es, en los hechos, un desafío al Estado subsidiario, que deposita en la “libertad de enseñanza”, la formación de niños y jóvenes.

La protesta estudiantil se extendió a otros ámbitos de la sociedad chilena. Los jubilados reclaman contra las ínfimas pensiones de las AFP y los enfermos  cuestionan la indignidad de los hospitales así como el lucro desmedido de las Isapres. Se demanda una presencia activa del Estado en la salud y previsión. Las regiones no se quedan atrás. Durante los dos últimos años se han multiplicado las protestas por problemas económicos, sociales y de infraestructura en Calama, Arica, Tocopilla, Punta  Arenas y Aisén. Se cuestiona una Constitución que concentra el poder económico y político en Santiago.

Finalmente, y quizás lo más discutido en el último tiempo, es el régimen electoral binominal, que discrimina manifiestamente a favor de las dos primeras mayorías políticas, impidiéndole a los ciudadanos ejercer su representación mediante nuevas alternativas, frescas, más jóvenes.  

Estas realidades ineludibles son las que han desembocado en la discusión a favor de una nueva Constitución. Sin embargo, el asunto se ha entrampado. Están los defensores de lo existente, los conservadores, que depositan en el Parlamento las eventuales reformas, e incluso un cambio completo a la Constitución de 1980; y están las nuevas voces, los transformadores, que exigen una Asamblea Constituyente, elegida directamente por los ciudadanos para elaborar allí una nueva Constitución.

Lamentablemente en ese dilema la candidata Bachelet se ubica del lado de la institucionalidad actual, la que precisamente quiere cambiar radicalmente la ciudadanía. En efecto, como señala su propio programa:

“El logro de una Nueva Constitución exigirá de todas las autoridades instituidas una disposición a escuchar e interpretar la voluntad del pueblo. La Presidencia de la República y el Congreso Nacional deberán concordar criterios que permitan dar cauce constitucional y legal al proceso de cambio”

La candidata de la Nueva Mayoría (antes Concertación) no debiera olvidar que el Poder Constituyente radica en el pueblo. Y su voluntad soberana puede darse la organización jurídica y política que más le convenga. El pueblo elige directamente una Asamblea Constituyente y esta es la que debe decidir, libre y soberanamente, el nuevo pacto de derechos y obligaciones ciudadanas.

La Asamblea Constituyente se encuentra por sobre la actual institucionalidad. Este mecanismo no le pertenece a los partidos políticos, ni al Parlamento o a algún otro poder del Estado, sino sólo a los ciudadanos. Estas razones se hacen aún más poderosas en nuestro país con la existencia del régimen que ha duopolizado las decisiones políticas.

Es preciso agregar, finalmente otro hecho, que debiera avergonzar a los políticos en funciones. La Constitución de 1980 fue redactada por siete abogados, encerrados en oficinas rodeadas de militares. Luego, el texto acordado se plebiscitó en un ejercicio electoral, con el apoyo de las bayonetas, a todas luces fraudulento. Estos hechos le restan validez a la Constitución y al resto de la institucionalidad con que ha funcionado el país en los últimos treinta años. En los hechos hemos vivido dentro de una institucionalidad ilegítima.

Resulta inexplicable, e incluso absurdo, que hoy día, con el retroceso cultural de la derecha y la emergencia potente de la ciudadanía en todos los frentes, se intente nuevamente validar una institucionalidad que se encuentra completamente periclitada.  

Los tiempos han cambiado. Los militares están subordinados al poder civil; la derecha funda su fuerza exclusivamente en el régimen electoral binominal, que la sobre representa indebidamente; y, la sociedad civil ha recuperado su poder.

En consecuencia, Michelle Bachelet, probable presidenta, no debiera dudar un momento en apoyarse en las organizaciones sociales para construir una nueva Constitución. La búsqueda de entendimientos entre la derecha y la Nueva Mayoría en el Parlamento para reformar la Constitución será rechazada por la ciudadanía. Marcha a contrario sensu de la historia que están escribiendo los movimientos sociales y, al mismo tiempo, valida una institucionalidad rechazada por el pueblo. Cerrar la puerta a la Asamblea Constituyente es un error.