Han pasado dos meses después de que se levantó el paro agrario en Colombia y todavía no regresa la calma. Las protestas campesinas  dejaron doce muertos, 485 heridos y millones de pesos de pérdidas, pero parece que el país todavía no aprende la lección.

El 12 de octubre, el gobierno logró evitar que el paro se reiniciara, sin embargo, dos días después, la ONIC, una organización indígena, declaró una minga –movilización comunitaria- con reclamos muy parecidos, que fue conjurada después de fuertes y violentas manifestaciones.

El descontento y las críticas son una constante, y parecen tener un origen mucho más profundo, histórico y estructural: el modelo de política agraria del país.

Lo que menos desea Juan Manuel Santos en este momento es un escenario de confrontación, cuando las reelecciones y el éxito del proceso de paz están a la vuelta de la esquina y sus enemigos se encuentran agazapados a la espera de cualquier descuido. Sin embargo, después de los acuerdos que se llegaron en unas arduas negociaciones para apaciguar la peor crisis de la administración santista, todavía y casi todas las semanas, en diferentes lugares del país, se vuelven a prender las alarmas sobre unas posibles nuevas jornadas de protesta.

Los campesinos acusan al gobierno de incumplir lo acordado. El gobierno responde que no es cierto, que la aplicación de algunas soluciones ha presentado atrasos por razones administrativas, pero que está cumpliendo. El descontento y las críticas son una constante, y parecen tener un origen mucho más profundo, histórico y estructural: el modelo de política agraria del país.

Después de que se levantó el paro, el gobierno ajusto sus líneas con nuevos nombramientos en su gabinete. El de mayor relevancia fue el del ministro de agricultura, Rubén Darío Lizarralde, que había sido por 19 años el gerente de la Empresa Industrial Agraria La Palma (Indupalma). Una poderosísima firma privada que ha cambiado el paisaje de muchas regiones con el cultivo extensivo de palma africana.

Desde el primer día, el ministro, con gran experiencia en negociación, rechazó de forma enfática los subsidios que han otorgado a los gremios y campesinos a través de los años. El origen del ministro es la agroindustria, el monocultivo en regiones que habían sido azotadas por la violencia. Su perfil parece heredado del gobierno anterior cuya política agraria consistió en respaldar a los grandes terratenientes, a los latifundistas de la palma africana y a los ganaderos extensivos, olvidando que la agricultura está compuesta por pequeñas unidades familiares  que generan mayor empleo. “El Gobierno Colombiano tiene una intuición errada cuando habla de implementar a lo largo y ancho del país esquemas empresariales de grandes extensiones para un solo cultivo”, explicaba hace poco Albert Berry, candidato al premio Nobel de economía por su teoría de crecimiento económico basado en un campo sostenible.

El descontento popular y creciente hacia este personaje se alimenta, además, con los impedimentos que se relacionan con sus propias inversiones en terrenos baldíos en Vichada, con compras de tierra en la Orinoquía por parte de su familia y con los subsidios de Finagro para proyectos personales y de Indupalma. El dilema de los terrenos baldíos –todavía hoy el gobierno no sabe qué hacer con los intereses encontrados por millones de hectáreas sin propietario-  ha sido denunciado por la oposición y es un tema de mucha sensibilidad en el proceso de paz. Durante años, grandes empresas se han visto beneficiados por las acciones tomadas alrededor de esta problemática.

Al nombramiento del ministro se suman otros muy cuestionables, como el del director del Banco Agrario, Álvaro Navas Patrón, un político  muy cercano al senador Roberto Gerlein, uno de los grandes caciques del conservadurismo. El funcionario no tiene ninguna experiencia en el campo ni en el sector financiero. El banco, sin embargo, es un botín político muy apetecido. Cualquier transformación del campo pasa por ahí. La Silla Vacía, un medio informativo digital,  denunció en octubre que el nombramiento se debía a las presiones de un grupo de congresistas que amenazaron con torpedear el trámite del referendo para la paz  en el Senado.  

A pesar del acuerdo agrario al que se llegó en los diálogos de paz y a la ley de restitución de tierras, cuya intención es devolverle a las víctimas de la guerra las tierras que tuvieron que abandonar, las últimas decisiones del gobierno parece que tuvieran una motivación política que persigue la reelección, más que un cambio estructural en el modelo agrario.

El Pacto Nacional Agrario -propuesta del ex ministro Juan Camilo Restrepo de la que se ha hablado hace mucho tiempo y que pretende un cambio estructural- está congelado mientras sigue el desarrollo las negociaciones en La Habana y la reelección toma su forma. La ausencia de una política integral para este sector de la población -14 millones de campesinos viven en la pobreza, y más de un millón de familias campesinas carecen de tierras-  es evidente y no es de este gobierno. Es un problema histórico.  

Es en el campo donde se han incubado las guerras que han desangrado el país. Desde el expolio de tierras a los indígenas durante la conquista española hasta la última contrarreforma agraria, la perpetrada a sangre y muerte por paramilitares y guerrilleros que despojó a millones de campesinos en los últimos 30 años. El tema agrario -el país debería empezar a asumirlo- no se puede aplazar según los vaivenes de la política, es una deuda histórica a la que le llegó su hora.