La más reciente ronda de sanciones contra Irán promovida por los Estados Unidos y la Unión Europea no tenía como propósito restringir su oferta de petróleo (lo cual podría haber conducido a una elevación de su cotización internacional), sino reducir el ingreso que el Estado iraní percibe por su exportación. El cálculo era que, al exponerse a recibir sanciones por hacer negocios con Irán, las empresas involucradas exigirían a ese país descuentos sustanciales en los precios de venta. El efecto de esa nueva ronda de sanciones es perceptible en hechos tales como la dramática devaluación de la moneda iraní, sin que eso alivie la balanza comercial del país.
En meses recientes, sin embargo, el ritmo al cual el gobierno estadounidense identificaba y sancionaba personas y empresas involucradas en el comercio exterior iraní, se redujo significativamente. Parecía un intento por tender puentes, sin perder el control de la situación: a diferencia de las sanciones internacionales, el gobierno de los Estados Unidos no requería de la anuencia de terceros para volver a elevar la presión al ritmo habitual. A lo cual se añadió el discurso de Barak Obama en la Asamblea General de la ONU, en el cual sostuvo que (pese a las normas que aprueba ocasionalmente el Congreso de su país), su gobierno no tenía como objetivo el derrocamiento del régimen iraní. Este a su vez respondió reiterando que no tenía como objetivo adquirir armas nucleares, y que buscaba negociar con sus interlocutores de turno (los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, además de Alemania), todos los temas en agenda. No bastaba con decirlo para aliviar los temores recíprocos, pero al menos se establecían los términos de una eventual negociación, en la que ambos pondrían a prueba las intenciones de la otra parte: a saber, Irán aceptaría poner su programa nuclear bajo estricta supervisión internacional (de modo que pueda garantizarse su uso para fines pacíficos), y a cambio se levantarían todas las sanciones que pesan en su contra.
Por primera vez en décadas, las diferencias giran en torno a las condiciones de un acuerdo que pondría fin de manera definitiva al conflicto sobre el programa nuclear iraní, un acuerdo que todas las partes consideran factible.
Asumiendo que esos son los términos de la negociación, caben aún diferencias entre las partes con poder de veto (Estados Unidos e Irán, pero no Francia, como sugería la cobertura de algunos medios), tanto sobre posibles acuerdos temporales, como sobre las condiciones que garantizarían el carácter pacífico del programa nuclear iraní tras un acuerdo final. A través de trascendidos diplomáticos, tuvimos indicios sobre posibles diferencias en un eventual acuerdo temporal. Por ejemplo, si Irán debería detener temporalmente el proceso de construcción del reactor nuclear de Arak (postergando la decisión sobre su destino hasta la adopción de un acuerdo final), o debería desmantelarlo desde un inicio (dado que si llegara a operar desaparecería la amenaza militar que pesa sobre Irán, puesto que un intento por destruirlo podría liberar radiación en la atmósfera). A su vez, sean cuales fueren esas condiciones iniciales, se producirían diferencias luego sobre el tipo de sanciones que deberían levantarse a cambio de que Irán convenga en cumplirlas: Irán exige que se levanten las principales restricciones que operan sobre sus ventas de petróleo y sus transacciones bancarias, mientras que los Estados Unidos y sus aliados ofrecen sólo desbloquear las cuentas y activos iraníes en bancos occidentales (o en buen romance, devolverles su dinero).
En cuanto a las diferencias sobre las condiciones que garantizarían el carácter pacífico del programa nuclear iraní tras un acuerdo final, tal vez la más importante sea la pretensión de Irán de preservar su capacidad para enriquecer uranio al 20%, así como mantener sus existencias de ese material. Aunque en principio ello no sería incompatible con un programa nuclear para fines pacíficos, podría colocar a Irán muy cerca (en caso de proponérselo), de la capacidad para producir bombas atómicas: el precedente norcoreano (país que era parte del Tratado de No Proliferación Nuclear, hasta que decidió abandonarlo para producir bombas atómicas), abona en favor de esa hipótesis. Por eso la mayoría de sus interlocutores (y, en particular, los Estados Unidos), sugieren que Irán sólo debería ser capaz de enriquecer uranio al 5%, desprendiéndose de su stock de uranio enriquecido al 20%.
Pero el punto es que, por primera vez en décadas, las diferencias giran en torno a las condiciones de un acuerdo que pondría fin de manera definitiva al conflicto sobre el programa nuclear iraní, un acuerdo que todas las partes consideran factible. Sería objeto de otro artículo discutir qué cambios en el entorno (además de las sanciones económicas), contribuyeron a crear este nuevo escenario.