Durante la década de los 90 diversos estudios de caso encontraron una elevada relación entre dependencia de industrias extractivas (V., minería e hidrocarburos) y la probabilidad de que un Estado padeciera un conflicto armado. La explicación se basaba en algunas características que comparten esas industrias: en primer lugar, su concentración en un área geográfica particular. En segundo lugar, en su proceso de explotación los inversionistas privados suelen incurrir en costos hundidos elevados. Por último, son actividades que pueden generar rentas elevadas (es decir, retornos sobre la inversión mayores al promedio).
La concentración geográfica de esos recursos implica que un grupo insurgente podría apropiarse de ellos sin necesidad de lograr un amplio control territorial. El que los costos hundidos sean elevados, podría implicar que los inversionistas privados continúen con la producción incluso en presencia de una conducta predatoria por parte de la entidad política que controla el área geográfica en la que operan. Incluso en aquellos casos en que los inversionistas privados no incurren en costos hundidos particularmente elevados (por ejemplo, la extracción de diamantes), podrían tener incentivos para continuar la producción en presencia de una conducta predatoria si los niveles de renta generados por la actividad extractiva son relativamente altos. Por último, si el área geográfica en la que se concentra el recurso es habitada mayoritariamente por miembros de un grupo étnico que no ejerce control sobre las rentas que este genera, se eleva la probabilidad de que una eventual guerra civil tenga un carácter secesionista (por ejemplo, Sudán del Sur).
Esta literatura no explica sin embargo por qué en varios países de América Latina una elevada dependencia de recursos extractivos no está asociada ni al inicio de guerras civiles, ni a la existencia de conflictos secesionistas. Pese a existir un gran número de conflictos sociales relacionados con las industrias extractivas, estos no han dado lugar a insurgencias armadas, ni se ha producido una guerra secesionista en la región desde el siglo XIX.
Dos circunstancias históricas propias de la región contribuyen a explicar esa anomalía. La primera es que, mientras la mayoría de los Estados en Asia y África se crean recién a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, la virtual totalidad de los Estados latinoamericanos existen como entidades soberanas desde el primer tercio del siglo XIX. No sólo no ha surgido un nuevo Estado en la región en más de un siglo, sino que la mayoría de los límites entre Estados se definieron entre el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Y en la mayoría de casos en que los diferendos limítrofes se prolongaron en el tiempo, estos han sido abordados a través de una negociación bilateral (V., Argentina y Chile), un arbitraje (V., Ecuador y Perú), o la competencia contenciosa de la Corte Internacional de Justicia (V., Honduras y Nicaragua).
La segunda razón es que hasta hace relativamente poco tiempo, las desigualdades horizontales de la región no habían propiciado la politización de las identidades étnicas. Y cuando esa politización finalmente se produjo, esta no involucró la adopción de una agenda secesionista. La única excepción es la del Movimiento Indígena Pachakuti en Bolivia (que promueve la creación de lo que denomina la “República Indígena del Collasuyo”), pero se trata de una fuerza política marginal en el espectro político boliviano (como demuestran sus resultados electorales).
Estudios recientes podrían contribuir a explicar desde otra perspectiva esta excepcionalidad latinoamericana. Admitiendo que existe una relación entre la dependencia de industrias extractivas y la probabilidad de que se inicie una guerra civil en un Estado, esos estudios invierten la dirección causal: la guerra civil sería la variable que explica la dependencia de la economía de las industrias extractivas. Las características antes descritas (V., concentración geográfica, costos hundidos y generación de rentas), y sus escasos eslabonamientos con la economía nacional (V., demandan pocos insumos de ella, y exportan la mayor parte de su producción), explicarían esa relación: las industrias extractivas podrían continuar operando en condiciones en las que una guerra civil provocaría el colapso de actividades económicas con mayor movilidad, menores rentas o mayores eslabonamientos con la economía nacional. Lo cual es consistente con los hallazgos de un reporte del Banco Mundial, según el cual la violencia política se está convirtiendo en la principal causa de la pobreza en un número creciente de Estados. Ello se debe a que se trata de Estados involucrados en ciclos recurrentes de violencia política: el 90% de los 39 Estados que sufrieron guerras civiles desde el año 2000, habían padecido ya una guerra civil durante las tres décadas previas. En esos casos, el comercio de drogas y las exportaciones de las industrias extractivas han sido fuentes privilegiadas de financiamiento de la violencia política, sobre todo después de que esa violencia produjera el virtual colapso del resto de la actividad económica.
La crítica no sólo consiste en invertir la dirección causal (V., son las guerras civiles las que causan la dependencia de industrias extractivas y no al revés), sino además en sostener que la abundancia de recursos primarios reduce de manera indirecta la probabilidad de que se inicie una guerra civil, al incrementar el nivel de ingresos (las guerras civiles se producen de manera desproporcionada en Estados con un bajo nivel de ingreso per cápita): un incremento de una desviación estándar en la abundancia relativa de recursos primarios reduciría en algo menos de un 5% la probabilidad de guerra civil. Esos estudios no niegan la posibilidad de que en casos específicos las industrias extractivas estén asociadas al inicio de guerras civiles, pero si cuestionan la premisa de que se trata de un patrón general.