José Antonio Meade es un muy competente funcionario público. Hiperactivo y sereno, el canciller ha logrado conducir sin contratiempos el barco de la política exterior mexicana, manteniéndolo a salvo de las tormentas en las que lo han metido algunos de sus antecesores.

Se nota que es disciplinado, por la caminadora que tiene en su oficina, aunque dudo que use mucho ese aparato de ejercicio porque cuando no está en Panamá, puede uno encontrar al secretario en Singapur o Ginebra.

Fuera de la decisión de convertirse en un importante exportador de autopartes -muy afortunada, por cierto, pues esa industria ya genera medio millón de empleos directos e ingresos anuales por US$75 mil millones-, México no ha sabido dónde más imprimir su huella. Y la política exterior no es otra cosa que la promoción de los intereses e ideales de una nación.

Su comparecencia del Senado terminó entre aplausos de legisladores de varias fracciones y el informe sobre derechos humanos que presentó hace unos días ante la ONU es quizá el que más reconocimiento ha merecido en años recientes.

Sin embargo, el dueño de la nave que capitanea Meade la hace navegar sin rumbo claro. Hace años que México no sabe qué quiere lograr con su política exterior. Es evidente que el país se siente incómodo en el mundo. Y buena parte del mundo se siente incómodo con México.

Hay que remontarse a 1994 para tratar de explicar qué sucede con la política exterior.

El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que ese año entró en vigor, sin duda trajo muchos beneficios económicos. Entre otros, que nuestras exportaciones se multiplicaran por seis en estas dos décadas.

Sin embargo, el TLC también ha aumentado nuestra dependencia de Estados Unidos. Y aunque la cercanía puede ser buena para el acceso a ese mercado enorme e insaciable, no lo es tanto en términos geopolíticos, considerando las características de este mundo unipolar y globalizado, carente de instituciones multilaterales fuertes y amenazado por un sistema financiero desequilibrado.

Durante la Guerra Fría, México tuvo una visión de su lugar en el mundo, acorde con las necesidades del régimen surgido de la Revolución. El discurso del nacionalismo revolucionario estaba construido sobre la premisa de la defensa de la nación frente a los enemigos externos. ¿Y qué mayor enemigo externo que la superpotencia estadunidense?

La política exterior mexicana fue muy hábil en asumir una posición nacionalista, legalista y no alineada durante el enfrentamiento sordo entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

México estableció una relación cordial con el régimen revolucionario de Cuba, que le servía como pieza de negociación con Estados Unidos, porque le permitía demostrar autonomía en su política exterior y, al mismo tiempo, evitaba que La Habana y Moscú financiaran movimientos guerrilleros en su territorio.

Sin embargo, con el derrumbe del bloque soviético y el auge de la globalización, México no desarrolló una política exterior acorde con la nueva realidad política y económica.

Y no lo hizo, sobre todo, porque fue -ha sido- incapaz de imaginar su papel en la nueva interrelación económica global.

Fuera de la decisión de convertirse en un importante exportador de autopartes -muy afortunada, por cierto, pues esa industria ya genera medio millón de empleos directos e ingresos anuales por US$75 mil millones-, México no ha sabido dónde más imprimir su huella. Y la política exterior no es otra cosa que la promoción de los intereses e ideales de una nación.

A partir de la firma del TLC, este país amarró su suerte a la de Estados Unidos. Y si bien el pudor y los remanentes del pensamiento nacionalista revolucionario impiden que México acompañe abiertamente a Washington en todas sus aventuras, en los hechos hemos estado más cerca de ellas de lo que los gobiernos mexicanos en turno han querido aceptar.

Vea lo que está ocurriendo, por ejemplo, en el capítulo de medicamentos de las negociaciones del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP). Aunque las conversaciones se han mantenido en secreto, se sabe que Estados Unidos está demandando un paquete de medidas para la protección de la propiedad intelectual, que facilitará a las empresas farmacéuticas obtener y extender los monopolios de sus productos ya existentes.

De acuerdo con la organización Médicos Sin Fronteras (MSF), México está apoyando esta posición estadunidense, que dificultaría la entrada de competidores genéricos al mercado, “manteniendo los precios a niveles prohibitivos, con consecuencias devastadoras para la salud pública”. Hace unos días, MSF alertó de este tema a senadores de la oposición.

Luego están los errores en la relación con otras naciones del mundo, especialmente con aquellas que pueden ayudar a moderar la hegemonía estadunidense.

Si México ya había avanzado mucho en la construcción de una agenda con Gran Bretaña, ¿por qué proponer como embajador en Londres a una persona con efímera experiencia como funcionario público y nulo currículum diplomático?

No tengo nada personal contra Diego Gómez Pickering, el designado por Los Pinos para representar a México en Gran Bretaña, pero, en serio, ¿no había mejores opciones? Una fuente diplomática me dice que la cancillería británica está “absolutamente desconcertada” por la designación.

La fuente recordó que Londres designó como embajador en México al gobernador de las islas Caimán, Duncan Taylor, un diplomático con 30 años de experiencia en África y el Caribe, hijo y nieto de embajadores, y cuyo abuelo, Sir John William Taylor, fue representante del Reino Unido en México en los años 50.

Por lo pronto, la confirmación senatorial de la designación del próximo embajador de México en Londres está congelada, junto con varias más, en la Comisión de Relaciones Exteriores, donde está pendiente la elaboración de un dictamen.

Si existe un terreno natural para el desarrollo de una política de Estado, ese debiera ser el de la diplomacia, pero por lo visto allí se está dando una fuerte confrontación entre el gobierno y la oposición, que poco ayuda a la imagen del país.

Finalmente está eso que pudiéramos llamar la pérdida del instinto en la política exterior.

En el pasado, México habría aprovechado cualquier espacio de negociación con Cuba para obtener algo a cambio. Por ejemplo, que La Habana nos ayudara a abrir algunas puertas en el Caribe y América Latina para la promoción de iniciativas mexicanas.

Y, sin embargo, el gobierno mexicano aparentemente aceptó la revisión del viejo adeudo cubano con Bancomext, derivado de aquel Pacto de San José, sin haber recibido hasta ahora alguna contraprestación.

En ese punto, el de la pérdida del instinto, no puede dejar de mencionarse la lentitud de la reacción mexicana ante el espionaje estadunidense, aunque al menos se rectificó sobre la marcha lo que inicialmente parecía ser una completa indiferencia ante el tema.

En fin, es tiempo de que México advierta que los cambios acelerados en las relaciones internacionales imponen a los países actuar con concentración, objetivos claros y sin ingenuidad, incondicionalidad ni improvisación.

Incrementar el número de visitas de Estado no es suficiente para sobrevivir en un mundo donde la hegemonía estadunidense está siendo puesta a prueba, como lo demuestran las negociaciones en torno de la guerra civil en Siria y el escándalo por el espionaje.

México necesita repensar su sitio en el concierto internacional, que pasa por saber qué le quiere vender al resto del mundo en 10, 20 y 30 años, y cómo se va a aventurar fuera de la zona de confort norteamericana en la que se ha mantenido durante las últimas dos décadas.

Es el diseño una política de Estado que no veo entre las prioridades del Pacto por México.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.