Nadie habla bien de los congresistas, pero, sin embargo, ellos son elegidos con nuestros votos. ¿Somos tan tontos como electores para votar por los que salen elegidos? Y por tanto, ¿Tenemos entonces los congresistas que nos merecemos?

No obstante, el problema no somos los votantes sino las reglas que utilizamos para elegirlos. Los individuos solemos comportarnos como “ignorantes racionales”, no es una contradicción. Somos libremente ignorantes, y lo más curioso, es que es bueno que lo seamos.

Dejamos la decisión sobre quiénes serán congresistas a personas (me incluyo) que no tienen interés en saber de política y políticos, por ende, somos conscientes de que nuestro tiempo está mejor invertido averiguando cosas que sí nos interesan, como conocimientos profesionales o técnicos, noticias, oportunidades de negocio o viendo televisión.

Escogemos comprar un detergente en el mercado sin saber si es mejor o peor que el de la competencia. Podríamos encargar a una universidad o a un laboratorio que haga estudios comparativos y nos diga cuál es el que en verdad “lava más blanco que los demás”,sin embargo, esos estudios son costosos y no estamos dispuestos a hacer esa inversión para poder decidir mejor.

Hacemos las cosas de manera diferente. Compramos el detergente en la ignorancia de sus verdaderas calidades (o con un conocimiento muy limitado de las mismas) y asumimos el costo del riesgo de cometer un error. Esa conducta es, racional y eficiente. Si bien el error de comprar un mal detergente tiene un costo, éste es mucho menor que el del estudio comparativo que tendríamos que hacer para evitar ese costo. Por tanto, preferimos aprender de nuestros errores.

Decidimos todo el tiempo ser racionalmente ignorantes. No por nada unos estudian Medicina o Derecho, mientras el resto de la humanidad ha decidido ser ignorante en esas áreas. Como bien diría Albert Einstein: “Todos somos ignorantes, sólo que en distintas cosas”.

Cuando votamos, la inmensa mayoría decidimos actuar como “ignorantes racionales” ya que el beneficio de votar es casi nulo. En estricto, mi voto tiene un impacto para mi bienestar sólo en un supuesto: si la elección se define por un voto. Si no estamos en ese raro y muy extraño supuesto, mi voto es irrelevante para mi bienestar. En todos los demás casos mi voto no añade nada porque no cambia quien estará en el Congreso y se diluye en millones de votos, todos ellos intrascendentes desde el punto de vista individual. En otras palabras, económicamente mi voto vale cero para mí. De esta manera, esforzarse en votar bien es una pérdida de tiempo.

Votar cuesta, y votar informado cuesta aún más. Hacer una evaluación e investigación moderada sobre entre quiénes voy a votar puede ser muy costoso y muy aburrido. ¿Cuánto tiempo se requiere para hurgar en el pasado y en las capacidades de miles de candidatos, revisando su currículum y averiguando si la currícula que ellos dicen tener es verdadera?

El resultado es que dejamos la decisión sobre quiénes serán congresistas a personas (me incluyo) que no tienen interés en saber de política y políticos, por ende, somos conscientes de que nuestro tiempo está mejor invertido averiguando cosas que sí nos interesan, como conocimientos profesionales o técnicos, noticias, oportunidades de negocio o viendo televisión.

Entonces, ¿qué hacer? Hay que cambiar la Constitución modificando el sistema electoral que eleva los ya altos costos de conocer a los candidatos. Solo en Lima podemos tener que elegir entre más de 400 candidatos que habrá que  estudiar y evaluar. Con ello, el costo de conocerlos se agranda y el problema se profundiza.

Usar un sistema de distritos uninominales (o binominales como el que hay en Chile) parece una buena alternativa. En él se divide el territorio en distritos electorales más pequeños y, en ese distrito electoral, cada uno de nosotros vota por elegir un solo congresista (o dos), con lo que paso de tener que conocer 400 a solo tener que conocer alrededor de doce. Y si el sistema funciona, deja de ser atractivo el tener tantos partidos políticos y quizá mis opciones se reduzcan al final a solo dos o tres partidos porque ya no será tan fácil lograr colocar, usando un sistema proporcional, a algún congresista por ahí. Con ello es más fácil conocer al candidato y el accountabilty del futuro congresista se hace mucho más claro.

*Esta columna fue publicada originalmente en el centro de estudios públicos ElCato.org.