El 26 de mayo pasado el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla mas antigua del mundo, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), llegaron, después de seis meses de diálogo,  a un acuerdo histórico que puede cambiar el rumbo  del país. Se firmó la “Política de desarrollo Agrario Integral”, el primer punto de las negociaciones de paz que se llevan a cabo en La Habana.

El acuerdo agrario es tan sólo el primero de seis necesarios, ya que “no hay nada acordado hasta que todo esté acordado”, como dice el documento inicial. Sin embargo, este puede ser el primer paso y el más definitivo hacia la paz que Colombia no conoce. En más de 200 años, jamás se había avanzado en una iniciativa para acabar con la inequidad de la propiedad, raíz de las diferentes violencias que ha vivido el país.

¿Será diferente esta vez? Hay razones para pensar que sí. Nunca se habían dado las condiciones para la paz como las que existen hoy. Las partes, sin duda, se han acercado en sus posiciones. Se puede decir que por primera vez en 30 años se ha logrado un lenguaje común.

Desde el expolio de tierras a los indígenas durante la conquista española, hasta la última contrarreforma agraria, la perpetrada a sangre y muerte por paramilitares y guerrilleros que han despojado a millones de campesinos en las últimas tres décadas, la tierra ha sido el trasfondo del conflicto. Es un país que desde la violencia parece haberse detenido en la época feudal.

En el siglo pasado, dos intentos de reforma agraria fracasaron mientras que el campo se teñía de sangre. En 1936, la Ley de Tierras del presidente Alfonso López Pumarejo, y en 1968, la ley 150 de Carlos Lleras Restrepo. La primera desencadenó “la violencia” de los años 50, un proceso de apropiación por la fuerza de grandes latifundistas y el desplazamiento forzado de millones de campesinos. Una década oscura que dejó más de 300.000 muertos. El Pacto de Chicoral de 1974, apoyado por la oposición de los dos partidos políticos tradicionales enterró la segunda.

Entre la frustración y el despojo nacieron en 1964 las FARC. Una guerra de 50 años los convirtió en despojadores, en narcotraficantes, en secuestradores, pero su origen, su única legitimidad que sobrevive a su deformación ideológica, es su discurso por la tierra, por el campesino que es la verdadera víctima en estas cinco décadas de conflicto armado.  

El paramilitarismo, el avance del narcotráfico y  la apertura económica de bases neoliberales ayudaron a despoblar aún más el campo en las décadas de 1980 y 1990. Empujaron al campesino hacia la ciudad o hacia las selvas para sembrar coca en algunas regiones donde las únicas fuentes de trabajo provienen de los actores armados.

Los gobiernos de Belisario Betancur (1982-1986),  Cesar Gaviria (1990-1994) y Andrés Pastrana (1998-2002) iniciaron procesos de paz respectivamente con las FARC, algunos con pequeños logros temporales, pero fracasaron sin que se hayan tocado nunca acuerdos estructurales.

Los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), un presidente perdido entre su propia vorágine de venganza, fueron nefastos para el campo. Combatió y sin duda redujo a la guerrilla, pero su política agrícola consistió en respaldar a los grandes terratenientes, a los latifundistas de la palma africana, a los ganaderos extensivos. Su ministro de Agricultura, y su más fiel escudero, Andrés Felipe Arias, lleva más de dos años detenido por entregar los recursos del programa Agro Ingreso Seguro (AIS), un programa creado para beneficiar a los pequeños productores, a grandes inversionistas agroindustriales presumiblemente para financiar su campaña.

En 2010, Juan Manuel Santos, recién posesionado como presidente, y a pesar de haber sido el ministro de Defensa del gobierno anterior, nombró como ministro de agricultura a Juan Camilo Restrepo, uno de los críticos más acérrimos de la política tributaria y agraria del gobierno de Uribe. Entre las primeras iniciativas que se presentaron estaba la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. La ley, ya aprobada, es casi una reforma agraria, un viraje total a la política anterior y sienta las bases en que descansa el acuerdo agrario y las actuales negociaciones de paz.

¿Será diferente esta vez? Hay razones para pensar que sí. Nunca se habían dado las condiciones para la paz como las que existen hoy. Las partes, sin duda, se han acercado en sus posiciones. Se puede decir que por primera vez en 30 años se ha logrado un lenguaje común. En el comunicado conjunto leído desde La Habana se habla de reforma rural, acceso y uso de la tierra, formalización de la propiedad y otros conceptos que antes era imposible conciliar. Por primera vez se habla de un cambio profundo y estructural para las zonas más olvidadas de Colombia.

El camino todavía es largo y quedan grandes obstáculos. La extrema derecha rural, representada por el uribismo, es tal vez uno de los más difíciles, pero parece que pierde fuerza y popularidad ante una población cansada de la guerra y dispuesta a ceder, no ante la guerrilla, pero sí ante una deuda histórica que tiene con las víctimas del conflicto armado.  

El acuerdo agrario es tal vez el más profundo y necesario, pero posiblemente no el más difícil. Las partes están sentadas en este momento en La Habana hablando sobre el segundo punto, la participación de las FARC en la política colombiana. Un tema muy espinoso. Sin embargo, hay razones para ser optimista.

Posiblemente Juan Manuel Santos logre su intención de convertirse en el “traidor a su clase” como confesó días después de su posesión en una entrevista, citando una biografía de Franklin Delano Roosevelt. Colombia puede ser un país diferente si esta valiente aventura de la paz logra cerrar el ciclo de despojo, olvido y muerte al que ha condenado a su campo y a sus campesinos.