El reciente derrumbe en Bangladesh de un edificio en el que operaban talleres de confección, no es ni por asomo el mayor desastre industrial en la historia del sur de Asia. Ese sitial lo ocupa la tragedia de Bhopal en la India, ocurrida en 1984. El estimado oficial establece en 2,259 el número de muertes ocurridas de inmediato (la exposición a gases tóxicos seguiría causando muertes en los meses venideros). Pero dado que el gobierno indio era socio minoritario de Union Carbide en la compañía causante del desastre (y por ende, responsable en parte por el desaguisado), se presumía que tenía interés en ocultar la verdadera dimensión de la tragedia.
El desastre de Bhopal llevó a que organismos no gubernamentales, organizaciones gremiales, e incluso agrupaciones de accionistas del mundo desarrollado, iniciaran campañas internacionales para que las corporaciones involucradas adoptaran códigos de conducta, allí donde las autoridades locales hacían la vista gorda. Si eso es así, ¿por qué desde 2005 se repiten los desastres en la industria de confecciones de Bangladesh?
Lo dicho sobre Bangladesh podría ser la descripción de lo que ocurría en algunas partes de Europa durante los albores de la revolución industrial, tiempos en los que no existían ni legislación laboral ni sindicatos.
El incendio que en noviembre pasado dio muerte a 112 trabajadores permite responder a esa pregunta: la empresa para la que trabajaban confeccionaba prendas de vestir para una de las marcas de la cadena Wal-Mart, pero esta alegó no estar enterada de ello. La razón era que la compañía a la que había contratado Wal-Mart (y que, se presume, cumplía con sus códigos de conducta), a su vez subcontrataba empresas informales como la siniestrada sin rendir cuentas por ello.
Según The Economist el origen del problema radica en que las cadenas europeas o estadounidenses al establecer códigos de conducta para sus proveedores (como, por ejemplo, normas de seguridad en el trabajo), incrementan sus costos, sin pagar sumas adicionales en compensación. Entonces, algunos de esos proveedores comienzan a subcontratar el trabajo a empresas que no cumplen con esos códigos, como forma de mantener sus márgenes de utilidad. Lo cual a su vez genera presiones competitivas sobre el resto de proveedores, que terminan por emular a sus pares. La solución al problema la sugirió con un hálito de cinismo el funcionario de una de esas compañías europeas entrevistado por la BBC. Los códigos de conducta en cuestión suponen costos adicionales que alguien tiene que pagar: si no se desea que los paguen con sus vidas los trabajadores de Bangladesh, deberían pagarlos los consumidores de países desarrollados que compran las prendas que aquellos producen. Podría por ejemplo informarse a los consumidores de las circunstancias bajo las que se produjeron las prendas que están a punto de comprar, dándoles la opción de escoger aquellas que involucran un mayor precio, pero una menor cuota de sufrimiento. Sin embargo, las cadenas que comercializan esas prendas no parecen confiar en que la ética guiaría la elección de la mayoría de sus clientes, dado que no les ofrecen esa disyuntiva.
Hay un asunto aquí que merece aclaración: el tema ni siquiera tiene que ver con que las empresas en cuestión paguen unos 50 dólares de remuneración mensual, que sus trabajadores carezcan de seguro de salud y fondo de jubilación, o que cumplan jornadas laborales de doce o más horas. Todos los actores involucrados parecen asumir que, tratándose de una industria intensiva en mano de obra de baja calificación, el bajo costo de su mano de obra es lo que concede a Bangladesh una ventaja competitiva frente a países como China o Vietnam. Pero el que además esos trabajadores laboren hacinados en edificios insalubres e inseguros, cuyas ventanas tienen barras de metal, y que habitualmente cuentan con una sola puerta de salida (para no tener que custodiar salidas de emergencia por las que los trabajadores podrían sustraer prendas, o abandonar temporalmente el trabajo), es algo que viola las propias leyes de Bangladesh.
Pero se trata de un riesgo calculado: dado que la industria de las confecciones da cuenta de 60% de las exportaciones de Bangladesh, constituye un grupo de cabildeo sumamente influyente (por ejemplo, unos 25 congresistas del país tienen intereses en esa industria). Sino tomemos como ejemplo al propietario del edificio derrumbado: sabemos ahora que ese edificio contaba con ocho pisos, pese a tener licencia sólo para cinco; que contaba con licencia para operar como centro comercial, pero no como planta industrial; y que durante su edificación se ignoraron las normas más elementales de construcción (no en vano se había denunciado con anterioridad al siniestro la existencia de grietas en las paredes). Pero sabemos también que su propietario era un dirigente local del partido de gobierno, y que las indemnizaciones que tendrá que pagar probablemente no cubran siquiera el costo del sepelio de las víctimas. Lo sabemos porque en el caso de Bhopal el primer veredicto contra ejecutivos de la firma tardó más de un cuarto de siglo, y estableció una indemnización colectiva de unos 9.000 euros. En el caso del derrumbe en Dacca (capital de Bangladesh), el gobierno ofreció (de manera excepcional), una compensación de 250 dólares a los deudos de las (hasta ahora), más de 500 víctimas mortales.
La tragedia de Bangladesh tiene además una coda de género: como en las “maquilas” mexicanas, más del 70% de quienes laboran en sus talleres de confección son mujeres. En este tema, Bangladesh alberga algunas paradojas. Desafiando los lugares comunes sobre el papel de la mujer en sociedades de mayoría musulmana o con escaso grado de modernización social, es uno de los pocos países en el mundo en los que tanto la jefe de gobierno (Sheikh Hasina), como la jefe de la principal fuerza de oposición (Jaleda Zia), son mujeres. Podría incluso afirmarse que, en tanto les concede una fuente de ingresos independiente, los talleres de confección contribuyen al empoderamiento de la mujer dentro del hogar. Pero eso no cambia el hecho de que, al igual que en las maquilas mexicanas, ciertos supuestos sobre los roles de género parecen estar a la base de la preferencia por mujeres como trabajadores fabriles. De un lado, prevalece la presunción de que el ingreso generado por el trabajo femenino es complementario al ingreso generado por los hombres de la familia. Se presume además que el cuidado de la familia sigue siendo el papel primordial de la mujer en sociedad, por lo que estas realizan una doble labor: en el taller y en el hogar. De lo primero deriva el cálculo de que estarían dispuestas a trabajar por salarios menores a los que demandarían los hombres, y de lo segundo, que serían menos proclives a movilizarse para plantear demandas laborales. Ello sin mencionar la presunción de que la socialización femenina en sociedades patriarcales no crea incentivos para asumir papeles protagónicos en el ámbito público, como el de fundar o liderar un sindicato.
El primero de mayo se celebró el día internacional del trabajo. Esa fecha conmemora las luchas sindicales por una jornada laboral de ocho horas en los Estados Unidos a fines del siglo XIX (paradójicamente, ese país conmemora la efemérides en otra fecha). La referencia viene al caso porque lo dicho sobre Bangladesh podría ser la descripción de lo que ocurría en algunas partes de Europa durante los albores de la revolución industrial, tiempos en los que no existían ni legislación laboral ni sindicatos.