¿En qué pensamos hoy cuando escuchamos el nombre de Venezuela? Militares, revolución, ejercicio desmedido del poder, corrupción… por supuesto, los tópicos de petróleo y miss Venezuela no faltan. Cuando hablo con mis colegas europeos estas imágenes siempre están presentes. Para los más conservadores, Venezuela es una de esas ex colonias a quienes resulta tan difícil adoptar estándares civilizados de convivencia y administración de la cosa pública. Tampoco faltan referencias a la tesis de país meridional. Para aquellos más bien progresistas, Venezuela se encuentra en su infancia política y conceden que al menos los venezolanos tienen la oportunidad de rechazar mediante elecciones élites probablemente blancas que mantuvieron el control del país desde tiempos de la colonia. Después de todo, la población originaria en América Latina parece estar llevando al poder por primera vez en la historia a su propia gente. Allí está Evo Morales, por ejemplo, presidiendo Bolivia, un país con numerosa población indígena. El resto de América Latina no puede ser tan distinta.
Siguiendo este razonamiento, mis colegas europeos suelen pensar que en tiempos en que la democracia vive sus mejores momentos en América Latina (hoy todos sus países llevan a cabo elecciones más o menos competitivas, excepto Cuba), Venezuela ha quedado rezagada, resistiéndose a renunciar por completo a la tradición de dictaduras de derecha o izquierda que dominaron el continente hasta hace 30 años. Pero en aquel entonces, cuando internet era todavía un prototipo restringido a círculos militares y científicos, y el polvorín de la blogosfera no difundía mitos, Venezuela era sorprendentemente ajena a esta imagen. Venezuela es de hecho la segunda democracia más antigua de toda la Comunidad Iberoamericana precedida sólo por Costa Rica, entrando en lo que Samuel Huntington llamó la “segunda ola de democracia” que tuvo lugar a mediados del siglo XX. Tuvimos que esperar hasta la tercera ola de democracia, a finales de los 70 y 80, para ver a España, Portugal y el resto de la Comunidad Iberoamericana democratizarse.
De las 144 naciones en el mundo, en 1977, solamente Venezuela y Costa Rica en la Comunidad Iberoamericana formaban parte del minoritario grupo de 30 democracias existentes para la época, según el politólogo Charles Lindblom. Esto coincide con el índice de democracia electoral del PNUD, donde Venezuela y Costa Rica gozaron de los índices más altos entre 1960 y 2001. En el contexto de la Comunidad Iberoamericana y, en general, de los países en vías de desarrollo, esto no puede más que verse como un periodo sinigual de esplendor político con el mérito añadido de que Venezuela y Costa Rica no contaron con el apoyo de una Unión Europea dispuesta a cargar con los costos de una transición. Por el contrario, Venezuela tuvo que cargar con el peso de expulsar en 1958 a un dictador, Marcos Pérez Jiménez, a quien le fue concedida la “Legion of Merit” por el Congreso de los Estados Unidos por su “espíritu de cooperación y sólida política de inversión extranjera”, según reza la fuente.
La “excepcionalidad venezolana” era entonces uno de los temas preferidos en la literatura científica sobre América Latina y, dato importante, tal como puede verse en el gráfico adjunto (disponible en Gapminder), un periodo de esplendor económico comenzó en 1948, nada menos que una década antes del periodo de esplendor político que aquí relato, durante el cual Venezuela acogió un gran número de migrantes económicos y exiliados políticos de Europa y América Latina. Entre 1948 y 1977, la renta per cápita de Venezuela fue superior a la de Argentina, Costa Rica e Irlanda. España alcanzó en dictadura un nivel económico comparable sólo en la década de los 70 (A China ni vale la pena mencionarla). En la década de los 80 empezó la debacle venezolana y su condición de país de renta per cápita más alta en la región se prolongaría hasta 1993, un año después de la intentona golpista liderada por Hugo Chávez.
Cada vez que he tenido la oportunidad de invitar a mis colegas europeos a contrastar su percepción sobre Venezuela con estos datos, la reacción es de incredulidad. Aquellos más sensibles a los excesos de la historia colonial europea suelen estar dispuestos a aceptar el discurso étnico-nacionalista de Chávez. Una minoría blanca y profundamente discriminatoria tuvo que haber controlado al país durante este periodo, sostienen. Pero hasta los propios chavistas tienen dificultades en negar que el mestizaje en Venezuela caló tan profundamente en la consciencia colectiva venezolana que hasta la figura retórica del “café-con-leche” para referirse a esta mezcla racial adquirió una dimensión romántica ampliamente compartida en el país.
¿Cómo pudo Venezuela llegar a la decadente situación en la que se encuentra hoy? La respuesta está en un aspecto que los latinoamericanos suelen omitir por considerarlo irreal. “Tenemos las mejores constituciones del planeta, pero un país no se hace en el papel”, dicen.
Ya en 1978 la popular telenovela María del Mar incluía en su reparto una pareja de enamorados personificada por el actor afro-descendiente Frankling Virgüez y la actriz caucásica Hilda Carrero. Por si fuera poco, los políticos con el perfil étnico de Irene Sáez -esa rubia de porte nórdico coronada Miss Universo en 1981 y electa para dirigir gobiernos locales en Venezuela- fueron raramente populares.
Quizá la paradoja más importante que la percepción de mis colegas europeos no logra resolver es el hecho de que este período haya sido significativamente estable una vez culminado en 1964 el primer gobierno democrático y hasta finales de la década de los 80. Partidos de extrema izquierda representados en el parlamento venezolano encabezaron una incipiente guerrilla que apenas duró hasta 1965, postulando poco después la “tesis de la paz democrática”. Fidel Castro se referiría a esto como un abandono cobarde de la insurrección armada. En cambio Colombia, que sí cerró las puertas a la competición política para que sus dos familias políticas dominantes monopolizaran el poder con un pacto antidemocrático conocido como Frente Nacional, arrastra hasta hoy el problema de la guerrilla. Incluso, la demolición del periodo prechavista en Venezuela no se la debemos a Chávez, sino a un político de la vieja guardia, Rafael Caldera, quien frente a un pequeño partido recién creado derrotó en las urnas en 1993 a los dos viejos partidos más populares en el país.
Pero si mi relato fuera cierto, ¿cómo pudo Venezuela llegar a la decadente situación en la que se encuentra hoy? La respuesta está en un aspecto que los latinoamericanos suelen omitir por considerarlo irreal. “Tenemos las mejores constituciones del planeta, pero un país no se hace en el papel”, dicen. Lo cierto es que las reglas del juego en América Latina, expresadas en constituciones presidencialistas, tienden a favorecer la concentración del poder. Pese a la creencia popular, la democracia no consiste en obedecer la voluntad de las mayorías, sino en cómo dar voz a las minorías para evitar que sean explotadas por mayorías que velan por sus propios intereses. Pese a tener una constitución presidencialista, la Venezuela que aquí describo estuvo fundada en un pacto democrático informal que imprimió a sus imperfectas reglas del juego un carácter más “parlamentarista”.
No es casual que pese a la inmensa popularidad del primer presidente democrático de esta época, Rómulo Betancourt, éste no haya intervenido para forzar su reelección consecutiva. No es que Betancourt haya sido esencialmente diferente a Chávez. De hecho fue un político de formación marxista que en vísperas de su elección tuvo muy mala prensa en los Estados Unidos. Es que las reglas del juego acordadas en la transición de 1958 forzaron condiciones que hicieron temporalmente de Venezuela un país excepcional. Pero quizá aún más importante, ante el escenario de una nueva transición los venezolanos podrían volver a sorprender al mundo adoptando un régimen parlamentarista donde, guste o no, los chavistas seguirían teniendo algo que decir.