Ha sido uno de los episodios más deplorables del escenario internacional contemporáneo ver a un grupo de Estados latinoamericanos empeñarse de manera concertada en debilitar los poderes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). En el pasado, la Comisión ciertamente fue objeto de críticas y protestas de parte de gobiernos que se sintieron incómodos con sus pronunciamientos, decisiones y políticas. Desde Pinochet hasta Uribe, pasando por Fujimori, Videla y Bordaberry, todos en su momento cuestionaron a la CIDH bajo el argumento de que ella invadía su soberanía al defender a las víctimas de violaciones y abusos de sus derechos humanos.
La situación actual es diferente en cierta forma. Lo que ahora llama la atención es la concertación y coordinación en el plano diplomático de la acción dirigida a destruir prácticamente a esta institución. Ya no se trata de ignorarla, como ha sucedido con los gobiernos autoritarios ecuatorianos del pasado, o de atacarla políticamente. Hay en el presente episodio una suerte de propósito planificado.
La segunda característica que se observa en este proceso es su curioso discurso. Los interesados han revestido sus esfuerzos con el noble propósito de fortalecer a la Comisión, no de debilitarla. Sin embargo, basta un par de minutos de atención y lectura para caer en cuenta de lo que realmente se pretende es lo contrario. Es algo que ya se lo ha probado hasta la saciedad, al punto de poner a los protagonistas de esta historia en una situación embarazosa ante sus pares.
Este episodio es una señal clara de que a las sociedades de los gobiernos de estos países se les avecinan tiempos nada fáciles en materia de derechos humanos.
A pesar del ímpetu con el que comenzó este proyecto de socavar a la CIDH, con el correr de los meses su fuerza ha ido disminuyendo. El Brasil que en su momento pareció simpatizar con la propuesta ha ido tomando distancia de ella en la medida en que ha ido creciendo la conciencia en el hemisferio de que un debilitamiento de la CIDH con su aprobación tendría un costo político internacional bastante alto. Su gobierno, como se sabe, guarda cierto recelo hacia la CIDH luego de que ella emitiera una medida precautelar para detener un proyecto energético. Pero un recelo que no lo ha llevado al extremo de convertirlo en cómplice del asalto a la Comisión. Ejemplo de madurez y experiencia diplomática, ciertamente.
Como los auspiciantes de esta iniciativa han quedado relativamente solos, es probable que para evitar un mayor conflicto regional terminen los otros países por hacerles ciertas concesiones de poca monta que ellos puedan venderlas en sus países como una victoria. La Comisión, por su parte, no está desprovista de ciertas salvaguardias jurídicas con las que puede capear la tormenta. El otro escenario es una deserción del sistema interamericano de derechos humanos por parte de estos países –básicamente los del llamado grupo ALBA– siguiendo el ejemplo de Venezuela, que optó por denunciar a la Convención Americana de Derechos Humanos.
En todo caso, este episodio es una señal clara de que a las sociedades de los gobiernos de estos países se les avecinan tiempos nada fáciles en materia de derechos humanos.
*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.