No todas las personas asignan el mismo significado a la palabra felicidad. La encuesta del Informe sobre Desarrollo Humano 2012 preguntó a los chilenos acerca de su definición de felicidad. Dos conceptos concentran el 63% de las respuestas: “vivir tranquilo, sin mayores sobresaltos” (36%), y “que la gente que uno quiere tenga una buena vida” (27%). Sin embargo, contrario a quienes piensan que los referentes de la felicidad se relacionan únicamente con aspectos individuales, los resultados evidencian que las nociones de felicidad son también un reflejo de las condiciones de vida.
Al analizar la presencia relativa de los referentes de la felicidad en cada grupo socioeconómico se obtiene que además de los significados anteriores, el grupo de mayores recursos asocia la felicidad a “tener una vida con sentido trascendente” y a “disfrutar de los placeres de la vida”. Para el grupo de clase media (C2-C3), más centrados en su promoción social futura, la felicidad es también “realizar los objetivos y metas de la vida”. Por contraposición, los estratos más vulnerables (D y E), cuyas vidas se desenvuelven en condiciones cotidianas adversas, se inclinan por “vivir tranquilos y sin mayores sobresaltos” como imagen predominante de una vida feliz.
Estos resultados evidencian, que la noción de felicidad parece ir más allá de una simple elección personal y que aspectos como los ingresos, el nivel educativo y la condición laboral, inciden en los significados que las personas construyen en torno a la felicidad o el bienestar subjetivo. Si a ello se suma que la satisfacción con la vida también difiere según grupo socioeconómico, es posible concluir que el impacto de la sociedad en el bienestar subjetivo trasciende el ámbito de los estados subjetivos como la satisfacción vital o la tristeza, para abarcar incluso la manera en que las personas significan estos términos. En otras palabras, la sociedad sí importa, incluso a la hora de imaginar el bienestar subjetivo.
Una sociedad que decide situar al bienestar subjetivo como horizonte del desarrollo, debe partir por nivelar la cancha de las aspiraciones, que es también una manera de nivelar los sueños de futuro, no solo el futuro posible, también el futuro deseado.
Pero ¿cómo puede este resultado traducirse en un insumo para el debate sobre la pertinencia de situar al bienestar subjetivo como horizonte del desarrollo humano? ¿Es posible invocar algún criterio desde el cual evaluar la calidad de las representaciones que las personas tienen sobre la felicidad o la satisfacción vital? Se trata de una pregunta compleja, pues su respuesta involucra múltiples aspectos. Desde las libertades personales, la singularidad humana, las especificidades biográficas, las relatividades culturales, etc. Efectivamente, no parece factible, ni adecuado decidir arbitrariamente, qué idea de la felicidad es mejor que otra, cuál conduce al desarrollo de las personas y cuál impide su florecimiento. El bienestar subjetivo no resiste definiciones objetivas, permanentes o esenciales. Lo que hace feliz a una persona, no hace feliz a otra. Es así y es bueno que así sea.
Pero lo que no es bueno es que las ideas que las personas construyan sobre la felicidad tengan un techo y que ese techo corresponda precisamente a aspectos que debieran ser soportes para las expectativas personales. En otras palabras, no es socialmente sano que la imagen de una vida feliz esté determinada por las posibilidades efectivas de realizar esta imagen y que estas posibilidades más que ser el resultado de acontecimientos vitales individuales, sean una consecuencia de la posición que las personas ocupan en la estructura social. Por ello, una sociedad que decide situar al bienestar subjetivo como horizonte del desarrollo, debe partir por nivelar la cancha de las aspiraciones, que es también una manera de nivelar los sueños de futuro, no solo el futuro posible, también el futuro deseado.