La reforma laboral aprobada en México por el bloque parlamentario de las derechas confirma lo vislumbrado con los resultados electorales de julio: las diferencias trascendentes entre el PRI y el PAN son, en lo sustantivo, de poca monta. No son lo mismo, pero no son esencialmente diferentes. La colaboración venal de los partidos asociados (los verdecitos y los panaleros) en esta terrible acción legislativa contra el mundo sindical y las masas  sociales vulnerables, demuestra la rentabilidad política de que el PRI cuente con el Niño Verde y la Maestra Gordillo, que se alinearon sin problemas a sus exigencias legislativas. Y lo que le cueste al PRI esta alianza –si es que tiene un costo-, es tal vez sólo una pequeñez mediática incómoda. Pero, en última instancia, nada que haga peligrar la instauración de instrumentos jurídicos de orden laboral desfavorables a una relación justa y eficaz entre el capital y el trabajo. 

La flexibilización de las relaciones laborales ha sido en todo el mundo la principal bandera de la ola modernizadora liberal como condición para impulsar el empleo formal y aumentar la competitividad de las economías nacionales. Pero este camino no ha sido un medio exitoso para alcanzar estos fines inobjetables. La flexibilización concretada en las leyes laborales será una medida que empobrecerá más el futuro de las mayorías sociales del país, en especial de los jóvenes. El abaratamiento de la contratación, las facilidades omnímodas para concluirla a la brevedad, el desarrollo de la subcontratación (outsourcing), así como el debilitamiento formal de la jornada laboral remuneradora de ocho horas diarias en contratos estables,  son cuatro elementos fundamentales que rompen las presuntas rigideces que impiden o impedían la generación fluida de empleos: relativa estabilidad laboral, contratación directa, salario (supuestamente) remunerador y condiciones laborales protectoras de derechos colectivos e individuales. La flexibilidad proclamada contra la rigidez maldecida es para los trabajadores, en cierta manera, la oposición entre la indefensión y la certidumbre mínima, entre la volatilidad laboral y las redes de protección social, entre una vida inestable y una vida con algunas previsiones sociales mínimas.    

La iniciativa calderoniana terminó siendo, en la práctica, un regalo al incipiente poder presidencial peñanietista y, por lo tanto, una concesión (no gratuita) del panismo al proyecto sindical priísta que pretende ser la viga maestra para impulsar y sostener una política de empleo de vastas dimensiones. Calderón propuso y Peña dispuso. La primera fuerza electoral oxigenó por un rato a la tercera y, paradójicamente, este triunfo será pírrico para esta última. En el futuro inmediato (los seis años que vienen) serán cada vez menores los márgenes de independencia real del panismo frente a la presidencia peñanietista, dentro y fuera del  Congreso y, lo que es más grave, posiblemente sometido a un trato político irreverente. Como el gato que saca las castañas del fuego, ese fue el papel del PAN en este episodio legislativo. La poca autonomía política e ideológica panista de hoy está verdaderamente en juego. O renuevan su plataforma y vuelven a lo que quisieron ser hace muchos años, o pasarán a ser la abyecta dama de compañía de Peña Nieto en los próximos seis años. Esa es la disyuntiva actual que enfrenta este desgastado partido conservador,  sumido en una insondable crisis interna.

A treinta años de haber comenzado las reformas de mercado a la mexicana, los saldos económicos y sociales que se perciben y constatan no son satisfactorios para amplios sectores del país, aunque tales saldos se hayan administrado política y electoralmente hasta el punto de haber avanzado en un proceso democratizador, ciertamente disparejo y tristemente inconcluso.

Los compromisos reales y legales del priísmo con los trabajadores asalariados ya se terminaron, si alguien tenía duda de ello. El giro reformista de derecha que acaba de concretarse rompe para siempre con la filosofía social de los constituyentes de 1917 que, con el artículo 123 constitucional, habían  favorecido y construido las bases reglamentarias de un  desarrollo equilibrado entre asalariados y empleadores, con un proyecto de equidad social reforzado con políticas fiscales redistributivas a favor de los más mal parados en el juego libre de las fuerzas de mercado. Queda por ver cómo será el nuevo discurso ideológico del PRI frente a los sindicatos, el que justifique los posibles impactos perjudiciales de la nueva ley laboral en el nivel de vida de los grupos sociales mayoritarios, estén  o no sindicalizados.

La morosidad legislativa aparentemente se acabó con la figura de la “iniciativa preferente”,  útil instrumento para los proyectos de la administración federal entrante, urgida por concretar las prometidas “reformas estructurales”. Si de trata de aprobar al vapor la leyes, qué mejor que las cámaras sean llevadas legalmente a hacer esta tarea apresurada y al gusto de las urgencias del poder ejecutivo. El presidencialismo gobernante entre 1920 y 1997, que se trabó cuando el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, abrió una larga etapa de 15 años en la que generaron nuevos equilibrios políticos en todo el país. El llamado gobierno dividido (sin mayoría parlamentaria) que surgió en 1997 tuvo como consecuencia casi inevitable un atolladero legislativo. Se hubo que comenzar a discutir y acordar para legislar, es decir, hacer en el Congreso todo lo que casi nunca se había hecho en serio en los largo años de la hegemonía priista clásica. Con el procedimiento legislativo de la “iniciativa preferente” se reformó con rapidez la ley laboral y así se dio por terminada la llamada parálisis legislativa, comenzando una gobernabilidad muy cercana al viejo estilo priista. Otra vez Los Pinos, en los años que vienen, quizá envíen muy seguido sus iniciativas de ley con esta etiqueta para que el bloque parlamentario dominante lo procese sin cambios sustantivos: gatopardismo casi puro,  pero se cuidarán las formas, qué duda cabe.

Leyes laborales como las aprobadas puedan quizá ayudar a impulsar el empleo y la productividad, pero en una economía como la mexicana, el primero depende más del itinerario de la economía norteamericana que de una flexibilización de jure que da carta de naturalización a la precariedad del empleo. Y la productividad depende de muchos más factores que de la simple precarización laboral que abate costos de producción. Habrá que ver qué otra reforma estructural receta y aplica el gobierno de Peña Nieto para fomentar la productividad una vez que el nuevo esquema laboral se ponga marcha. Me temo que esta meta irreprochable se tropezará con las restricciones atávicas que se han arraigado con la cultura política priísta de siempre: opacidad, corrupción, negligencia, ilegalidad, derroche, etcétera.

La composición y la evolución del mercado laboral mexicano en los últimos 30 años da cuenta de una ciudadanía trabajadora (formal e informal) que ha perdido mucho y ha ganado poco con las reformas de mercado realizadas. La incontrastable concentración del ingreso y la mayor pobreza son prueba de lo anterior. Los actuales indicadores del mercado laboral dan cuenta de salarios mínimos reales de bajo poder adquisitivo, de altos niveles de subocupación y de desempleo, además de la constante emigración de la mano de obra mexicana a los Estados Unidos, que se aceleró masivamente con la crisis de 1995. En este entorno laboral desalentador ha llegado la flexibilización auspiciada por la nueva ley del trabajo.

La vocación democratizadora del panismo, que presuntamente estuvo presente en sus orígenes y hasta antes de que ocuparán la casa presidencial por doce años, quedó ya exhibida como una engañifa buena para la autocomplacencia ideológica y el faroleo electoral de este pudibundo contingente de la derecha partidaria. Las inmoralidades del sindicalismo priísta, baluartes del control sindical sobre millones de trabajadores, quedaron incólumes. La concepción del “nuevo priísmo” sobre la autonomía sindical y la democracia sindical es igual a la de sus antepasados : dejar que las cúpulas sindicales medren con las cuotas sindicales y fabriquen elecciones internas espurias y de auto legitimación. Los vergonzosos privilegios de los mandarines sindicales han sido y serán en el régimen priísta (con o sin el PAN en el poder) la mejor garantía para impedir que las instituciones sindicales sean democráticas, transparentes y apegadas a la rendición de cuentas. El cinismo y la abyección de tales liderazgos sindicales se mantendrá y su existencia protegida garantizará en buena medida la pervivencia de la reforma laboral peñanietista.

El discurso laboral del priísmo redivivo abre una nueva página en la historia de los trabajadores: se modifican en su contra los términos y formas de contratación, las condiciones de trabajo, el costo de los despidos y, por supuesto, los métodos del pago salarial. La legalización de la precarización laboral tendrá costos sociales y políticos mediatos y no serán pocos ni de poca monta. En este nuevo encuadre jurídico de las relaciones capital-trabajo el proyecto de un mercado interno vigoroso y dinámico será una ilusión inalcanzable.

¿La reforma fiscal recaudatoria por venir (no necesariamente progresiva), así como los planes de universalización de los derechos a la salud, a la Santiago Levy, se plantearán para compensar los efectos depredadores de la reforma laboral de peñanietismo? No hay nada a la vista que apuntale optimismos sostenibles en este aspecto. Y, por otra parte, la expansión pujante de un sistema educativo de calidad, como otra vía compensatoria para mejorar y ampliar oportunidades a los grupos vulnerables, dados los compromisos subrepticios de Peña Nieto con la funesta Señora Gordillo, hoy es francamente una fantasía deplorable. 

A treinta años de haber comenzado las reformas de mercado a la mexicana, los saldos económicos y sociales que se perciben y constatan no son satisfactorios para amplios sectores del país, aunque tales saldos se hayan administrado política y electoralmente hasta el punto de haber avanzado en un proceso democratizador, ciertamente disparejo y tristemente inconcluso.