El voto por partidos islamistas no es la opción espontánea y natural del ciudadano medio en los países de mayoría árabe. Por ejemplo, para entender el hecho de que los Hermanos Musulmanes obtuviesen poco más de 40% de los sufragios en la elección parlamentaria que se llevaron a cabo en Egipto a fines de 2011, no se requería averiguar la religión del votante medio. Era más útil recordar que, con ocho décadas a cuestas, los Hermanos Musulmanes eran la fuerza política más longeva en la historia de Egipto. Eran además la única agrupación que, bajo un régimen autoritario, contaba con centenares de miles de afiliados a nivel nacional. Eran por último una agrupación que contaba con una red de prestaciones  sociales (en materia de salud, educación, alimentación y asesoría jurídica), que se extendía hasta parajes recónditos del territorio egipcio, allí donde los servicios públicos jamás pretendieron llegar. La pregunta por ende no es por qué los Hermanos Musulmanes constituyeron la primera minoría electoral, sino por qué no obtuvieron una mayoría absoluta de votos en un país en el cual constituían el único partido político digno de ese nombre, y en el que los demás contendientes se dispersaron en un sinfín de candidaturas.

Prueba de que su respaldo era contingente y no el producto de una opción de largo aliento, es el hecho de que tan solo medio año después su candidato a la presidencia obtuvo poco más de un 25% de los votos. La significativa caída en su respaldo electoral parece explicarse por su desempeño político entre ambas elecciones. Primero presentaron candidatos para el tercio de escaños congresales reservado para independientes, cosa que prometieron no hacer (y que brindó la excusa que requerían las fuerzas armadas para disolver el Congreso). Luego intentaron copar la comisión designada por el Congreso para redactar una nueva constitución (otra promesa incumplida). Por último, los Hermanos Musulmanes intentaron calmar los temores que despertaban entre amplios sectores de la población decidiendo de motu proprio abstenerse de presentar candidato en las elecciones presidenciales, para luego potenciar esos temores al revertir esa decisión. Ello para no mencionar la coreografía oscilante entre el amor y el odio que convierte su relación con los militares en un enigma tan indescifrable como los jeroglíficos del antiguo Egipto. Por ejemplo, la decisión de Mursi de convocar al Congreso disuelto en un aparente desafío a las fuerzas armadas, solo para que este se reúna durante cinco minutos y acuerde suspender de manera indefinida el ejercicio de sus funciones. Como quien pretende fingir que no lo botaron, sino que se fue voluntariamente.

¿Cómo se explica entonces que Libia sea el único país de la región en el que los islamistas perdieron la primera elección auténticamente competitiva, ante una alternativa presumiblemente secular?

La razón por la que su candidato, Mohamed Mursi, llegó a la segunda vuelta presidencial junto con Ahmed Shafik (el candidato de la junta militar), fue el hecho de que los autodenominados “revolucionarios” dividieron su voto entre dos candidaturas, las de Hamdeen Sabahi y Abdel Moneim Aboul Fotouh. Entre ambos obtuvieron un 38% de los sufragios, más que suficientes para colocar a cualquiera de ellos en un holgado primer lugar si hubieran ido juntos. Y es probable que en segunda vuelta ese candidato hubiera derrotado con relativa facilidad a Shafik: es testimonio fiel del  recelo que los Hermanos Musulmanes generan en parte de la sociedad egipcia (V., la minoría cristiana, no pocas mujeres, los sectores seculares, etc.), el que Mursi apenas si alcanzara a derrotar al candidato del antiguo régimen.

Los prejuicios sobre una presunta mentalidad islámica cristalizada en el tiempo también explican la sorpresa que suscitó el resultado electoral en Libia: se suponía que estábamos ante la sociedad más conservadora del norte de África, ¿cómo se explica entonces que sea el único país de la región en el que los islamistas perdieron la primera elección auténticamente competitiva, ante una alternativa presumiblemente secular? Tal vez porque “islamista” y “secular” son términos relativos en un país en el que las principales fuerzas política aceptan en mayor o menor medida que la religión sea una de las fuentes del derecho: aunque esa parezca una distinción crucial en la prensa de los países desarrollados, no es particularmente importante para entender el resultado electoral. Para eso es más importante entender que se trata de un país en el que los partidos políticos son un fenómeno nuevo, con un tenue arraigo social. En ese contexto, las redes clientelares tradicionales (es decir, las equívocamente denominadas “Tribus”), y el reconocimiento público de los candidatos habrían jugado un papel importante. Y el líder de la coalición ganadora, Mahmoud Yibril, tenía dos grandes ventajas respecto a los demás contendores: de un lado, pertenece a la “Tribu” Warfala (la más grande del país). De otro lado, fue el principal dirigente del Consejo Nacional de Transición, entidad ampliamente reconocida como el legítimo gobierno de Libia durante la guerra civil, período durante el cual fue además Primer Ministro interino. En un país en el que muy pocos conocían el nombre de las nuevas (e innumerables) organizaciones políticas, o para el caso, el de algún dirigente cuyo apellido no fuera Gadafi, esos factores parecen haber hecho una diferencia decisiva.