¡Correcto, querido lector! Usted descifró el jeroglífico: un Jobs (Steve Jobs, concretamente) es igual a 60 mil empleos (jobs). Lo que significa que un emprendedor brillante es capaz de crear decenas de miles de empleos directos y centenares de miles indirectos, como lo hace la corporación Apple.
Algo parecido se puede decir de Bill Gates y muchos otros empresarios que son capaces de catalizar, organizar y liderar a millares de los más calificados técnicos y también a legiones de trabajadores no calificados. La tecnología está disponible para quien quiera pagar por ella, pero sobre todo para quien se dé cuenta de sus posibilidades comerciales.
La historia está llena de ejemplos de inventos desarrollados por oscuros creadores, que revolucionaron el mundo solo cuando un empresario los dio a conocer. Los inventores son dioses que crean el fuego, los empresarios son prometeos que lo entregan a la humanidad.
¿Las empresas del Estado? No me harán reír, ni estas ni minúsculas empresas comunitarias estarán en capacidad de aprovechar tanta maravilla prometida. Eso no ha pasado en ninguna parte.
Lo normal es que los inventores y los empresarios se lleven bien, formando excelentes equipos, sin que falten los genios que reúnen ambas destrezas. Entonces, de nada sirve tener excelentes tecnólogos si no hay empresarios capaces de crear corporaciones que los empleen, que conduzcan sus capacidades hacia las verdaderas necesidades de la gente. Por eso, las ciudades del conocimiento y cualquier otro complejo destinado a crear tecnología o, simplemente, a difundirla serán inútiles si no hay empresas que vayan a aprovechar sus talentos y formación.
¿Las empresas del Estado? No me harán reír, ni estas ni minúsculas empresas comunitarias estarán en capacidad de aprovechar tanta maravilla prometida. Eso no ha pasado en ninguna parte. Lo que podrá ocurrir es que empresas transnacionales vengan para aprovechar esta mano de obra ultraespecializada, sobre todo cuentan con un trato ultraconveniente del Estado, como ha sucedido tantas veces. Pero creo que esa no es la idea. Las compañías nacionales de cualquier tamaño están renuentes a invertir en un entorno hostil, en el cual la posibilidad de lucro legítimo es execrada; cuando hay un permanente acoso de controles laborales, tributarios y de toda clase; donde no hay seguridad jurídica con tribunales “metidos la mano”; mientras se habla de que vivimos no sé qué socialismo, sin que nadie sea capaz de explicar cuáles serán sus reglas.
En proyectos así siempre Silicon Valley es el modelo que todos tienen en mente, aunque no lo admitan. Pero este conglomerado no se creó por decreto, sino por la libre iniciativa y la colaboración armoniosa entre académicos y emprendedores. En otros países, como Corea del Sur, se han construido con apoyo estatal emporios tecnológicos, donde se hace investigación y desarrollo de punta, pero previamente ese país permitió el surgimiento de un entramado empresarial denso y poderoso, capaz de absorber lo que se descubría, y no solo eso, sino que planteaban los retos, las necesidades a ser solucionadas. Decídanse: no se puede querer ser una Corea del Sur superavanzada y manejar un discurso anacrónico como Corea del Norte.
*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.