Vivo en un país salpicado endémicamente por una corrupción despiadada en el manejo de los asuntos públicos que incide infaliblemente en casi todos los asuntos de la vida privada. No hay, entonces, espacio social que no esté pervertido por las prácticas corruptas. Tanto en la sociedad civil como en la sociedad política las prácticas corruptas carcomen a todas horas y en diferentes grados los fundamentos de nuestra convivencia democrática y civilizada.

¿Hay excepciones en este panorama sombrío? Muchas, hay que decirlo rápido y con firmeza. Millones de mexicanos están al margen de ella, contra ella pero, de cualquier modo, son víctimas directas o indirectas de las muchas formas como se incrusta la corrupción en mi país. Hay millones de hombres y mujeres honorables y por ellos se tiene aún la esperanza de que haya un impulso genuino de regeneración ética: “cuentas claras y chocolate espeso”, decían los mayores hace tiempo.
Qué exageración “con eso de la corrupción”, dicen muchos con sorna.
Sí, qué exageración, pero cuando el candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador (AMLO) aborda abiertamente el tema y lo convierte en un asunto electoral del mayor rango político y ético, sus adversarios esconden este asunto, o lo desdeñan o lo asumen como algo de poca relevancia para el futuro del país.

Y en ese tenor lo califican de iluso, de moralista o de demagogo. No hay algo peor en política que decirle a alguien que “es un iluso”, o que es “un demagogo”, o que es “un moralista”. Pero somos muchos electores que recibimos como necesaria la propuesta realista y creíble de este candidato de combatir frontalmente la corrupción. He ahí su gran diferencia con discurso fariseo del “nuevo” priismo de Peña Nieto.

Las prácticas corruptas minan y debilitan la eficiencia económica de los mercados. Generar riqueza, repartirla equitativamente y administrarla con responsabilidad, son tareas de interés público que son altamente cumplibles sin la corrupción.

El pragmatismo burdo de la mayoría de la clase política ve con desprecio los afanes éticos de AMLO, acostumbrada a caminar por la vida con la premisa cínica de que “el que no transa no avanza”. Y algunos ciudadanos, quizá por que el tema ya ha sido machacado y manoseado en procesos electorales pasados, perciben con cierto escepticismo el planteamiento de AMLO de luchar contra la corrupción en el manejo de los asuntos públicos en todos los órganos del Estado. Cabe inferir que ese segmento de ciudadanos abúlicos también cree, sin embargo, que esta lucha social vale la pena, lucha que es en sí misma un valor absoluto en una sociedad democrática.

Los valores democráticos esenciales no deben dejar lugar a la corrupción. ¿Hay manera de convivir con ella cuando se reclama paz, justicia, igualdad, libertades públicas, diversidad, derechos civiles, legalidad, transparencia, rendición de cuentas, responsabilidades, verdades, respeto y tantas otras cosas más? Todo se reduce a un axioma indeclinable: reglas claras y juego limpio.

Las prácticas corruptas minan y debilitan la eficiencia económica de los mercados. Generar riqueza, repartirla equitativamente y administrarla con responsabilidad, son tareas de interés público que son altamente cumplibles sin la corrupción. Cuando se limita la competencia y se protegen los monopolios a través de los sobornos o por la elusión sofisticada de las regulaciones económicas, el sistema económico se atora, se daña. En la economía la corrupción se convierte en un estímulo perverso para no hacer las cosas o hacerlas mal y de malas. Y los resultados normales de este cáncer social llegan puntualmente a la economía: pérdida de competitividad, bajo nivel de productividad, pobreza y desigualdad en niveles socialmente insoportables.
Pero lo económico es una parte de esta historia, la más importante tal vez, pero no la única.

Las instituciones jurídicas que construye una sociedad son las que deben garantizar la igualdad de todos ante la ley para garantizar formas de convivencia civilizadas, estables, funcionales y justas. La aplicación discrecional o el uso abusivo de cualquier mandato jurídico (constitucional o legal) avala y encubre casi siempre una conducta corrupta. Las omisiones, comisiones y permisividades que están en ello terminan por hacer de la ley sólo un referente vago y demagógico en la vida cotidiana. Así, advierte un sabio refrán popular: “lo que no es parejo, es chipotudo”. 

La economía, el derecho y la ética pública deben formar un trío indisoluble para aspirar a mayores niveles de bienestar, justicia y paz. Aceptar y tolerar la corrupción endémica como un lubricante que termine de hacer lo que no pueden hacer los mercados y el estado de derecho, es caminar con fatalidad hacia el atraso económico y político, es envenenar crónicamente de la vida pública y privada. 

El tejido social sobre el cual es posible encontrar soluciones equilibradas a los interminables problemas del país es aquel que ha erradicado la corrupción. Su persistencia y generalización vuelven inútiles todos los modelos sociales que se propongan mejorar nuestra calidad de vida. Hoy, por ejemplo, la destrucción masiva de los ecosistemas en todo el planeta, se explica en buena medida por las prácticas corruptas y corruptoras de gobiernos y empresas que han violentado la relación del hombre con la naturaleza.
Hay, como gusta decirse ahora, una refinada “cultura de la corrupción”.

Instituirla como una actividad humana necesaria e inevitable ha degradado al país en niveles inadmisibles. El viejo y el nuevo PRI, que son lo mismo, han jugado un papel relevante en la institucionalización histórica de la corrupción. ¿Habrá algo más emblemático en el priismo histórico que aquella frase de Álvaro Obregón que con gracia cínica en los años veinte del siglo pasado declarara divertido: “¿Quién resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos”?

Nuestra época (informática, conectiva, etcétera) ha encontrado en la cuantificación minuciosa de todo y por todo una herramienta para solucionar problemas. Medimos, entre otras muchas cosas, la pobreza, la violencia, la felicidad, la desdicha y, por supuesto, la corrupción. Veamos unos cuantos datos sobre ésta para el caso mexicano.

Según el Índice de Percepción de la Corrupción 2011 de Transparencia Internacional (TI) mi país se ubica en la posición 100 de 183 países, con una calificación de 3.0, donde 0 es la mayor percepción de corrupción y 10 la menor percepción de corrupción. O sea, estamos reprobados, bien reprobados. Y con mayor vulnerabilidad que hace tres años, como veremos adelante.

Al lado de otros países de América Latina, México en el 2011 está en la posición 20 de 32 países evaluados. Comparándonos con los países que integran el G-20, estamos fritos: en la posición 16 de 19 países evaluados, con resultados similares a los de Indonesia y Argentina. Abajo de estos países “sólo”, escribe TI, Rusia presenta una mayor percepción de corrupción.

Al compararnos con Brasil, India, China y Rusia el llamado grupo BRIC, México ocuparía la cuarta posición, sólo seguido de Rusia. En América Latina el país mejor ubicado en el IPC es Chile en la posición 22 a nivel global y una calificación de 7.2, lo que le ubica casi 80 lugares por encima de México. Entre los países OCDE, México ocupa desastrosamente la posición 34 de 34 países evaluados. Cifras que dan pena y rabia, eso es.

¿No habrá manera de que salgamos de esas listas negras algún día? Sí, pero una tarea histórica, larga y penosa, nos espera y la podemos ganar.
TI informó que México bajó nueve lugares en el Índice de Percepción de Corrupción 2010, ocupando el sitio 98, junto a Egipto y Burkina Faso. En 2009 México ocupaba el lugar 89 de la lista y tenía una calificación de entre 3.2 y 3.5 sobre 10, mientras que en 2010 ocupó el 98, junto con Egipto y Burkina Faso. La calificación global del país en ese año fue de 3.1. O sea, Presidente Calderón, vamos con este índice siguiendo la desconsolada marcha de los cangrejos: siempre para atrás, pero aquí no ha pasado nada (sic).

Los datos duros de México sobre la corrupción gubernamental reciente son éstos, aunque puede haber otros más. A partir de esta base no hay modo de soslayar o despreciar la gran convocatoria de combate a la corrupción, como lo plantea AMLO. Por ella y con ella podemos buscar un futuro mejor. Dejar para después o para nunca esta cuestión oprobiosa es quedarse irremisiblemente atrapados sin salida.