Hay dos cosas que nadie pone en duda sobre los cambios políticos en el mundo árabe. La primera es que si algún país tiene posibilidades de convertirse en la primera democracia sin ambages de la región, ese país es Túnez. La segunda es que si hay algún país que podría marcar tendencia en el mundo árabe, ese país es Egipto.
Cuenta con unos ochenta millones de habitantes, razón por la cual uno de cada cuatro árabes es egipcio. Egipto fue además durante décadas lo que México para buena parte de la América hispana: un centro de irradiación cultural. En ambos casos, por ejemplo, su cine, su música y su televisión marcaron época en sus ámbitos de influencia. Egipto es además la mayor potencia militar del mundo árabe (de hecho, medido por el número de efectivos en armas, posee uno de los mayores ejércitos del mundo), y por ello fue el principal país en la línea del frente durante los enfrentamientos entre árabes e israelíes. Posee en su territorio el canal de Suez, centro neurálgico para los intercambios comerciales entre Asia, África y Europa, por el que pasa alrededor del 10% del comercio mundial.
Pero más importante aún, Egipto ha sido históricamente el país que marca el derrotero en el mundo árabe. El islamismo moderno surgió en ese país, con la creación de los Hermanos Musulmanes hace ya más de ochenta años. El nacionalismo panárabe, principal alternativa secular al islamismo, también surgió en ese país, y tuvo en el culto masivo a la figura del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser su cota más elevada. En plena Guerra Fría, Egipto fue la primera república árabe en abandonar su alianza con la Unión Soviética para convertirse en aliado de los Estados Unidos (y en segundo receptor mundial de ayuda estadounidense).
El islamismo moderno surgió en ese país, con la creación de los Hermanos Musulmanes hace ya más de ochenta años. El nacionalismo panárabe, principal alternativa secular al islamismo, también surgió en ese país, y tuvo en el culto masivo a la figura del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser su cota más elevada.
Por todo lo dicho, la Liga de Estados Árabes no sólo fue fundada en El Cairo, sino que tuvo la capital egipcia como sede hasta que ese país firmó el primer Tratado de Paz entre un Estado árabe e Israel. Y aunque en su momento ello provocó su aislamiento dentro de la organización, más adelante diversos países árabes aceptarían participar de negociaciones con Israel en la Conferencia de Madrid en 1991, en 1993 Israel aceptaría negociar con la Organización para la Liberación de Palestina, y en 2002 el conjunto de los Estados miembros de la Liga formularon la denominada “Iniciativa de Paz Árabe” en 2002, ofreciendo a Israel un pleno reconocimiento diplomático a cambio de su retiro de los territorios árabes que ocupa desde 1967.
Lamentablemente para los egipcios, los actores políticos de ese país no han estado ni en forma remota a la altura de la trama narrativa que les tocó escenificar. Comencemos preguntándonos por qué los Hermanos Musulmanes en las recientes elecciones presidenciales uno de cada cuatro votos que obtuvieron en las elecciones parlamentarias, realizadas seis meses antes. Una primera respuesta sería la habitual en estos casos: las promesas incumplidas. Esa organización prometió que sólo disputaría un tercio de los escaños en el Congreso, y finalmente presentó candidatos en todas las circunscripciones. Prometió también que no presentaría un candidato a la presidencia de la república, y a falta de uno presentó dos: su candidato inicial fue descalificado por la autoridad electoral, por lo que su remplazante (Mohamed Mursi), era conocido como el “candidato de repuesto”. Luego intentaron copar la comisión encargada de redactar una nueva constitución.
Sin embargo, en un giro dramático en su conducta, desistieron de ese propósito, para aceptar que aquella tuviera una composición plural, de manera que ningún sector de la sociedad egipcia se sintiera excluido del proceso. Se acordó además que la aprobación del texto constitucional requiriese el consentimiento de dos tercios de los integrantes de la comisión, lo cual parecía garantizar que este no fuese un trofeo de guerra de la mayoría. Tras un comienzo turbulento, el proceso parecía tomar un cauce consensuado.
Pero cual Deus ex machina, el único actor relevante que no era parte de ese consenso (el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas), decide que un posible final feliz era aún prematuro, cuando no inapropiado para un drama, y patea el tablero intentando devolver el proceso a fojas cero. Tres días antes de la elección presidencial, la junta militar que gobierna Egipto restablece un estado de emergencia que había levantado hacía tan solo un par de semanas, tras 30 años de vigencia. Al día siguiente la Corte Constitucional nombrada durante el gobierno de Mubarak (y que nunca encontró inconstitucionalidad alguna entre las acciones de su mentor), descubrió con seis meses de retraso que la ley bajo la cual se eligió el nuevo parlamento era inconstitucional: un tercio de sus integrantes no deberían estar allí. Pero no se limitó a pedir una nueva elección para ese tercio de congresistas que desde hacía meses ejercía sus funciones, sino que decidió disolver el parlamento elegido en las primeras elecciones democráticas jamás realizadas en Egipto.
Virtualmente al unísono, la junta militar asumió el poder de legislar, y en pleno proceso electoral se arrogó la facultad de nombrar la comisión que habrá de redactar una nueva constitución, mientras modificaba la constitución interina para asignarse a sí misma la mayoría de las funciones del futuro poder ejecutivo. Como diciendo a los electores: siéntanse en libertad de votar por quien deseen, pero invariablemente los elegidos seremos nosotros. Entre tanto, la prensa oficial reporta que Hosni Mubarak habría sufrido más apoplejías, derrames, comas e infartos de los que el común de los mortales alcanzaría a recordar, información que luego es matizada o desmentida por los galenos. Pareciera que, en un franco proceso de restauración del status quo ante, una de las pocas cosas que faltaría para su consumación fuese el indulto por razones humanitarias para su principal artífice.
No en vano la corresponsal de la BBC en El Cairo citaba a ciudadanos egipcios según los cuales su país estaría atrapado en un drama de Shakespeare. Aunque no precisó cuál, parecería tratarse de Hamlet. Así, el candidato presidencial de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Mursi, se pregunta por ahora si la autoridad electoral (compuesta por jueces nombrados durante el régimen de Mubarak), reconocerá o no su virtual triunfo. Y de hacerlo, pasaría a preguntarse si la suya será o no una presidencia virtual. Entre tanto, el ciudadano medio comienza a experimentar una extraña sensación de deja vu, como si algo volviera a podrirse en Dinamarca.