El Cardenal peruano Juan Luis Cipriani ha impuesto al sacerdote Gastón Garatea la sanción más cruel que puede imaginarse sobre un religioso: la prohibición de celebrar la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación. El motivo, aparentemente, es el apoyo, expresado públicamente por el padre Garatea, a la unión civil entre parejas del mismo sexo.

Una cosa que debería quedar clara es que, la postura del padre Garatea no es ni por asomo extrema o radical. La idea de contratos civiles, que no llegan a la condición de matrimonio, es una posición contemporizadora que el movimiento LGBT considera tímida e insuficiente.

En sus opiniones públicas sobre la unión civil, el padre Garatea, de hecho, evitó pronunciarse sobre la posibilidad de adopciones por parejas del mismo sexo. Se limitó a plantear que el asunto sea estudiado por sicólogos; lo que es una actitud exploratoria. Alguien hasta podría pensar que sugiere una visión conservadora, que ve la homosexualidad como desorden mental.

Es curioso que en un país donde se caricaturiza y condena a quienes protestan en las regiones por “radicales” o “extremistas”, el extremismo de Cipriani se pase por agua tibia.

Pero, para Cipriani, incluso esa postura moderada es inaceptable. En su visión del mundo sólo existe el todo o nada; la defensa o el ataque. Si Garatea no expresa una condena injuriosa contra el matrimonio entre personas del mismo sexo, debe estar abriendo las puertas de la perdición. Que considere la adopción como algo que debe ser estudiado, en vez de ser rechazado de plano, es demasiada heterodoxia.

La postura maniquea del Cardenal es parte integral de su personalidad. Hace sólo unas cuantas semanas, dinamitó un pre-acuerdo con la Universidad Católica signado por la moderación. De hecho, el acuerdo tan pecaba por el lado de la prudencia que amplios sectores de la comunidad universitaria lo consideraban concesivo hacia el Arzobispado. Para Cipriani, incluso las concesiones no eran suficientes. Todo o nada: ¿para qué buscar un justo medio si se puede exigir todo y polarizar?

Ni qué decir, por supuesto, de su participación en el sangriento episodio de la residencia del embajador del Japón. Como todos sabemos, Cipriani posaba ante los secuestradores como mediador, pero en las Biblias y guitarras que introducía a la residencia, pasaban micrófonos para facilitar una operación militar que -antes de ejecutarse- era absolutamente incierta en costos humanos.

Fulminados sus enemigos, debe destruir a los moderados. Al padre Garatea, como a la Universidad Católica, los quiere pulverizar, no por extremistas, sino por ser demasiado dialogantes. Les pasa la cuenta por haber apoyado la CVR, por defender los derechos humanos, por exponer al escarnio público su vergonzosa actitud cuando estuvo en Ayacucho, más que de obispo, de capellán castrense.

Es curioso que en un país donde se caricaturiza y condena a quienes protestan en las regiones por “radicales” o “extremistas”, el extremismo de Cipriani se pase por agua tibia.

Pido perdón por este exceso retórico: no es curioso. Es, simplemente, nuestro doble estándar en acción: los que protestan desde abajo son “extremistas” condenables; los extremistas de arriba, son líderes espirituales.

Podría emplear otro truco retórico aquí, y decir que es paradójico que Cipriani haga escándalo por las parejas del mismo sexo pero no tome acción sobre la pederastia. Al fin y al cabo, cualquiera que haya leído los Evangelios sabe que Jesús nunca condenó a los homosexuales, pero sugirió a los pederastas arrojarse al mar con una piedra de molino atada al cuello.

Eso sería demasiada retórica, porque para Cipriani y la jerarquía católica no hay paradoja: importa poco lo que Jesús haya dicho; importa más lo que el vicario vaticano y sus teólogos favoritos interpretan.

El efecto más inmediato de las acciones de Cipriani es un creciente sentimiento de repudio y hartazgo, ante una Iglesia hipócrita, alejada de la vida y poco compasiva. En vez de esfuerzos reformistas, lo que estimula la actual situación es deserciones. En vez de acuerdos, lo que estimula es desconfianza y ruptura. Para Cipriani y sus radicales, esto no es malo: como toda secta, prefieren ser pocos y unánimes, que muchos y diversos; decididos antes que pensantes; acusatorios antes que dialogantes.

Y así -creo- se atan al cuello la piedra de molino de su intolerancia, y se arrojan al mar de una inevitable irrelevancia histórica.

*Esta columna fue publicada originalmente en Asuntos el Sur.