Poderosa coincidencia que Francia y Grecia hayan celebrado elecciones el mismo día. La democracia, como se sabe, nació en Atenas; tuvo cierta expresión en la república romana y luego entró en latencia durante unos 1.780 años, hasta que el campesinado y la burguesía de Francia la revivieron en contra de la aristocracia y el clero.
En un hito cargado de simbolismo, los partidarios de François Hollande celebraron en La Bastilla, en el mismo lugar donde comenzaron a hundirse los absolutismos europeos. Y celebraron también en Atenas los neonazis griegos, el primer grupo abiertamente fascista y xenófobo (palabra de origen griego, por cierto) que llega legalmente al parlamento de una nación de la OCDE. Europa está ahora entre estas dos formas de queso maduro: el camembet renovado o el feta vencido.
No es recomendable dejarse llevar, a estas alturas del siglo, por las emociones familiares cuando la izquierda o la derecha triunfan en las elecciones de cualquier nación por la que uno siente cariño. En rigor no ganan ideas ni valores, sino el juego estratégico de los discursos y de la ingeniería electoral. El que está mejor parado y ofrece más para capitalizar el descontento subjetivo. Además que en tiempos de crisis el que gana suele ser de oposición. Ocurrió en EE.UU. en 1933 y en España el año pasado. La diferencia es que Roosevelt sacó a su país de la parálisis inyectando dinero público. Rajoy quiere hacer lo propio pero mediante la ortodoxia económica y la observancia estricta (tengo la tentación de decir la fea palabra genuflexión) a lo que dictan los mercados financieros. Francia y Grecia han abierto el juego en distintas direcciones pero desde el mismo diagnóstico: que las cosas están mal y pueden empeorar si no se hace algo.
Tras el triunfo de Hollande, Ángela Merkel debiera reconsiderar sus posturas y abrir la mano para una fórmula que salve a Europa del extremismo.
Maquiavelo concebía la virtud política como la capacidad de un príncipe de conquistar la ciudad por sus propios medios y por la astucia. Distinguía eso sí entre la conquista mediante la suerte (con la virtud ajena) o mediante la “virtud criminal”, léase el actuar de manera rápido y despiadada contra la oposición. Y citaba como ejemplo un dictador siciliano que dio un banquete en honor a todos los hombres públicos de la ciudad, para después pasarlos a cuchillo. Una imagen que tomaría más tarde Coppola en El Padrido III.
El realismo político de hoy no necesita estos recursos, lo que no quiere decir que puedan volver bajo formas nuevas. Basta que las instituciones se desvirtúen y los actores dejen de creer en ellas, algo que en Europa parece estarse acercando día tras día. Francia tiene un dispositivo constitucional y electoral anti extremista. Se llama semipresidencialismo (y segunda vuelta), la piedra filosofal concebida por uno de los más grandes políticos del siglo pasado, el general De Gaulle. Grecia no tiene nada parecido, y nadie tiene la menor idea de cómo esta pequeña gran nación logrará una fórmula soberana y legal que impida su implosión y con ello la de toda la UE. Sigan a los argentinos, se les dice. Pero muchos griegos (uno de cada 10 de los que fueron a las urnas, sin ir más lejos) quieren más bien seguir a los alemanes. O sea, a los alemanes de 1933.
¿Es realista Angela Merkel al imponerle a sus socios la receta de la austeridad a ultranza, fórmula que protege al banquero y pauperiza al sufrido mileurista, ese personaje que usted nunca verá apreciando las bellezas naturales de América Latina? ¿En qué momento la líder europea leerá un termómetro político que señala un alza peligrosa de los extremismos? Según algunos analistas Merkel es más pragmática de lo que parece, y el nuevo elenco en el palacio del Elíseo le debiera imponerle esa cuota de flexibilidad que hasta ahora no ha demostrado. Dato crucial es que Alemania y Francia se deben recíprocamente casi lo mismo: unos 200.000 millones de euros. O sea que esos bancos alemanes y franceses que aborrecen la sola idea de un default griego (y que son el poder fáctico de la unión monetaria) son los primeros interesados en que sus líderes demuestren sensatez. Crucemos los dedos.
Nos esperan semanas de altísima tensión en París, Berlín y Atenas. Las cámaras registrarán cada rictus, cada gesto que intercambien Merkel y Hollane en su primer encuentro oficial. El primer periodista que logre una fórmula fonética en reemplazo de la ya caduca Merkozy pasará a la historia. Mucho dependerá de si la actual dominatrix de Europa prefiere un camembert fresco a un feta vencido. Y de la capacidad e Hollande, un hombre de origen campechano, de conectar con ese animal político que Merkel.
La Unión Europea nació para evitar que el viejo continente se repitiera el capítulo traumático del fascismo: no hay día en que un inmigrante de Europa del Este o del Norte de África es humillado y vejado en alguna de las fronteras de esta civilización basada en los derechos universales. Una default desordenado de Grecia sería una traición vergonzosa a los millones que perecieron entre 1939 y 1945, de manera que la primera acción de Hollande debiera ser obligar a su socia en la desgracia a ofrecer algo menos que humillación y hambre a la cuna de la democracia.