Tal como se preveía desde hace semanas, el gobierno israelí, sujeto a una fuerte presión derivada de las crecientes tensiones entre los miembros de la coalición que lo integran, ha optado por disolverse de acuerdo con la decisión tomada por el primer ministro Benjamin Netanyahu. El problema representado por la necesaria discusión y los profundos desacuerdos acerca de cómo legislar en la cuestión del enrolamiento en el ejército y en el servicio nacional de los jóvenes ultraortodoxos, sumado a las esperables grandes dificultades para la aprobación del presupuesto nacional, fueron la justificación para la autodisolución gubernamental.
Pero contrariamente a lo que pudiera pensarse, este paso dado a iniciativa de Netanyahu mismo no significa que el futuro político del actual primer ministro sea sombrío, sino todo lo contrario. Netanyahu ha disuelto su coalición bajo la certeza de que el momento es óptimo para este cambio en la medida en que su popularidad personal está en uno de sus puntos más altos.
Netanyahu ha disuelto su coalición bajo la certeza de que el momento es óptimo para este cambio en la medida en que su popularidad personal está en uno de sus puntos más altos.
De hecho, al día siguiente del anuncio de que el país se enfilaba a elecciones anticipadas -programadas ya para el 4 de septiembre próximo- el periódico israelí Haaretz revelaba en su encuesta que 48% del público votaría para que Netanyahu retomara su puesto, mientras que sus tres más probables contendientes sólo conseguían en conjunto las simpatías de 30% del electorado. El partido Likud sigue siendo así quien más probabilidades tiene de ser el núcleo del próximo gobierno.
¿Cuál es entonces la ventaja de convocar a las urnas? Es evidente que al haberse convertido la coalición actual en un lastre que no responde ya a los desafíos enfrentados por el país, el primer ministro está actuando para rodearse de una nueva configuración de alianzas partidarias que le permitan mayor margen de movimiento y le otorguen simultáneamente una capacidad renovada de mostrar la solidez de su liderazgo tanto ante el propio público israelí como ante los actores internacionales, especialmente ante la nueva administración estadunidense que ocupará la Casa Blanca a partir de las elecciones de noviembre próximo.
El banderazo de salida hacia la carrera electoral ha empezado ya a movilizar a las diversas fuerzas políticas que competirán para ganar más espacios de poder en el nuevo escenario parlamentario que emergerá a partir de septiembre, pero es aún temprano para saber quiénes ganarán terreno y quiénes sufrirán reveses en este proceso. Así las cosas, la incertidumbre acerca del perfil que asumirá el nuevo gobierno se suma a muchos otros desarrollos también inciertos relacionados con los resultados de los comicios en Estados Unidos, con el curso que tomen las diversas convulsiones presentes en el mundo árabe y con las vicisitudes inherentes al caso iraní.
No cabe duda que los escenarios pueden variar de manera dramática en función de la reelección o no de Obama, de cómo se desenvuelva la elección presidencial en Egipto a fines de este mes y de qué ocurra con la desesperada situación del pueblo sirio, donde las matanzas prosiguen en medio de la pasividad del mundo. Igual importancia tendrá lo que suceda con las pugnas entre Hamas y Al-Fatah, y con los resultados que se obtengan de las severas sanciones que la comunidad internacional está imponiendo al régimen de Teherán en su esfuerzo por neutralizar la carrera nuclear emprendida por éste. Se trata, pues, de un complejísimo tablero de ajedrez dentro del cual los cálculos acerca de cómo se desarrollará el juego y cuáles serán sus últimos resultados son prácticamente imposibles. Así, el nebuloso panorama del Oriente Medio se vuelve cada vez más denso y más confuso, lo cual no augura ciertamente un desenlace optimista.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.