Los directivos de Repsol alegan ser víctimas de un viejo truco: el de azuzar espectros en el frente externo para cohesionar el frente interno en previsión de turbulencias. Tras una década de crecimiento a tasas elevadas, los crecientes déficits en materia fiscal y comercial (amén de una inflación que no puede ser calculada en forma independiente bajo amenaza de sanción legal), permiten prever un escenario menos promisorio a futuro. En ese contexto, enfundarse en la bandera patria frente a las potencias coloniales del pasado (España) y del presente (Gran Bretaña), puede brindar réditos en política interna. Pero no impediría el deterioro de la economía, lo cual haría de ese un efecto efímero.
Pero el punto es precisamente que la expropiación de las acciones de Repsol en YPF podría ser también parte de una estrategia para lidiar con la tendencia menguante de la economía argentina (debida en parte a su tránsito reciente hacia la condición de importador neto de energía). En primer lugar, los controles de precios y tarifas hacen que el costo de la energía en la Argentina sea bastante menor al promedio internacional: bajo esas circunstancias sólo una compañía pública tendría interés (por decisión política antes que empresarial), en realizar grandes inversiones en exploración y explotación con el fin de incrementar tanto las reservas como la producción nacional de gas y petróleo. En segundo lugar, el gobierno argentino cuenta con recursos cautivos para realizar esas inversiones. De un lado, las reservas internacionales de un banco central bajo su control. De otro lado, los fondos (otrora privados) de pensiones. En tercer lugar, las labores de exploración podrían ser infructuosas, o fructificar sólo al cabo de varios años. Pero el tema aquí es que esa labor no parte de cero: en diciembre pasado el gobierno argentino anunció el hallazgo de reservas importantes de petróleo y gas en la provincia de Neuquén (las cuales ahora estarán bajo su control). No tengo capacidad de avizorar el futuro, sugiero simplemente que hay razones para suponer que el gambito del gobierno argentino podría funcionar en el corto y mediano plazo.
Por ejemplo si (como es probable), el conflicto en torno a los términos de la indemnización a Repsol se dirime en una entidad como el CIADI, el gobierno argentino tendría un respiro de un par de años mientras esa entidad se aboca a resolver el caso. Y aún si (como también es probable), la decisión de esa entidad favoreciera a Repsol, el gobierno argentino podría seguir respirando, dado que Repsol tendría que esperar turno en la cola de sus acreedores impagos. Tal vez no tenga que colocarse al final de la cola dado su peso relativo y el estentóreo respaldo que recibe del gobierno español, pero tendría que formarse y esperar.
Probablemente lo que debería preocupar al gobierno de la Argentina no es tanto una inversión extranjera que representa hoy una proporción bastante menor de su economía, como el hecho de que sus propios ciudadanos estén colocando una proporción creciente de sus ahorros a buen recaudo en el exterior.
Lo anterior a su vez explica por qué el gobierno argentino ya descontó el efecto de largo aliento que tendría la expropiación sobre las perspectivas de inversión extranjera en su país. Dado que parte de su deuda soberana permanece impaga desde el default de principios de siglo, y que tampoco paga indemnizaciones en casos que perdió ante el CIADI (entre otras razones), la Argentina dejó ya de recibir montos significativos de inversión extranjera directa: en términos absolutos obtiene menos del 10% de las inversiones que recibe Brasil, e incluso recibe menos inversión extranjera que economías bastante más pequeñas, como la colombiana. En esta materia probablemente lo que debería preocupar al gobierno de la Argentina no es tanto una inversión extranjera que representa hoy una proporción bastante menor de su economía, como el hecho de que sus propios ciudadanos estén colocando una proporción creciente de sus ahorros a buen recaudo en el exterior.
Lo anterior también contribuye a explicar por qué la afirmación de Mariano Rajoy según la cual estamos ante “actos puntuales que podrían interpretarse erróneamente y hacer daño al conjunto del área” (V., América Latina), resulta equivocada: ya durante el denominado “corralito” de 2001 (con la saga de maxi-devaluación, recesión y caída del gobierno), el efecto sobre el resto de la región fue menor. Los potenciales inversionistas parecen entender hoy (como entendieron entonces), que las condiciones para la inversión, su estabilidad en el tiempo, y los fundamentos de la economía cambian en forma significativa de un país a otro, por mucho que pertenezcan a una misma región geográfica.