En todo tiempo y lugar los sectores ascendentes procuran poderío económico, reconocimiento social e influencia política. Si, por un momento, se dejan de lado las perspectivas estrechas y moralizadoras sobre las drogas ilícitas y la criminalidad organizada, y se asume una mirada sociológica, es evidente que en América Latina se viene produciendo una gradual y profunda mutación: si en los 60 y 70 despuntaba, en particular, en el arco andino, lo que en su momento se llamó “clase emergente”, a comienzos del siglo XXI se observa una clase en proceso de consolidación a lo largo y ancho de la región.
Siguiendo a Edwin Stier y Peter Richards en su aproximación estratégica frente al tema, el crimen organizado se desarrolla en tres estadios. La fase “predatoria” inicial se distingue por la afirmación territorial de grupos criminales, los que garantizan su poderío por medio de la violencia. Con ello logran defender su empresa ilícita, eliminar rivales, ganar influencia local y asegurar el monopolio privado de la fuerza.
El crimen organizado tiene a continuación una fase “parasitaria”, que implica una sustancial influencia política y económica, combinada con una evidente aptitud corruptora. Por último, alcanza un nivel “simbiótico” cuando, para lograr su afianzamiento, el sistema político y económico se vuelve tan dependiente del “parásito” -esto es, del crimen organizado- como este de la estructura establecida.
América Latina está siendo testigo del peligroso encumbramiento de una pax mafiosa; es decir, al crecimiento y afianzamiento de una nueva clase social criminal con capacidad hegemónica ante la desorientación de las élites dirigentes, la parálisis de la sociedad civil, el debilitamiento del Estado y de las inconsistencias de la comunidad internacional.
En ese sentido, América Latina está siendo testigo del peligroso encumbramiento de una pax mafiosa; es decir, al crecimiento y afianzamiento de una nueva clase social criminal con capacidad hegemónica ante la desorientación de las élites dirigentes, la parálisis de la sociedad civil, el debilitamiento del Estado y de las inconsistencias de la comunidad internacional. Esta pax mafiosa, que se expresa más a nivel local que en el plano nacional, confirma la existencia de una sofisticada criminalidad organizada.
Hay dos modos de aproximarse a tal fenómeno: insistir que las drogas ilícitas son un problema de seguridad y que requieren una mayor dosis de “guerra”, o se asiste a un problema de gobernabilidad en el que la criminalidad organizada socava la democracia, debilita el Estado de derecho, facilita la corrupción, aumenta la injusticia social, produce costos directos e indirectos sobre la economía y exacerba una subcultura que premia la ilegalidad. En este caso se necesitan políticas públicas más integrales, consensuales y focalizadas, en las que la punición no sea el eje predominante.
Durante 2012 una u otra vía ganará más adhesión en la región. Si se impone la alternativa más coercitiva, un efecto no deseado ni previsto será empoderar aún más a una acaudalada y ubicua clase criminal. Si se opta por la segunda quizás se logre desacelerar (y eventualmente desarticular) el firme ascenso de esa nueva clase que, en esencia, se nutre de un crony capitalism, se beneficia de un Estado frágil y cooptado por intereses particulares y tiene un ethos autoritario.