Como es normal, este gobierno (el de Otto Pérez) en los primeros días de su administración afirma con vehemencia su interés y buena intención de actuar de manera efectiva para borrar o reducir de manera sustancial las malas prácticas -tradicionales, por desgracia- causantes del descrédito y la decepción no solo hacia quienes gobernaron antes, sino hacia la misma democracia.

No ha sido posible, por dos factores, al menos. Uno, la dificultad de desenmarañar las redes de corrupción de toda clase y nivel. Y dos, como consecuencia de lo anterior, la conversión de los integrantes del nuevo gobierno en émulos de sus antecesores, a quienes en poco tiempo sobrepasan en ambición, ante la certeza de la impunidad y de la mala memoria social.

Nadie duda de la necesidad de medir a los funcionarios, pues la corrupción es un tema de seres humanos, no de instituciones. La pregunta inmediata se refiere a cuándo comenzar a hacerlo, y casi siempre es respondida con un “cuando finalice la ‘luna de miel’ o el período del beneficio de la duda”. Dicha luna de miel se define de hecho como el período en el cual los ciudadanos comienzan a pedir resultados. Pero los resultados deben comenzar desde el principio, con decisiones como el cambio de funcionarios corruptos de niveles medios de las entidades gubernativas, así como de exigir cuentas a quienes han manejado fondos o han provocado beneficios inexplicables a gentes o compañías involucradas en negociaciones de todo tipo con el Estado.

Si se tarda mucho tiempo en esa exigencia de resultados, se incrementa la posibilidad de mantener el sistema de corrupción porque los nuevos funcionarios se han convertido en corruptos. Por eso es correcto comenzar la medición desde el momento del inicio del gobierno. La constante vigilancia de los sectores sociales tanto en las acciones gubernativas como las de quienes completan el círculo de la corrupción por medio de ofrecer acciones ilegales, inmorales o ambas cosas. La justificada vigilancia debe ser realizada por las instituciones fuera del gobierno y por aquellas gubernativas dirigidas precisamente al control de los funcionarios. En ambos casos, los resultados potencian su efectividad al ser publicados por la prensa.

La constante vigilancia, sin descanso, tiene como resultado mantener el buen espíritu de los honrados, y a los corruptos crearles la idea de mejor abandonar la nave del Estado.

Es fundamental escoger personas sin antecedentes de corrupción y no consideradas como muy cercanas a quienes toman decisiones, sobre todo en el tema económico. Para ellas, cuando deciden aceptar la tarea de contribuir a manejar al Estado, resulta decepcionante compartir el trabajo con gente llamada a pesar de sus evidentes descalificaciones por asuntos de negocios, de familia, etcétera. Entonces, se retiran y el país pierde a un buen administrador, se contagian o simplemente se quedan haciendo poco o nada. La vigilancia social ayuda a mantener a los honrados, por ello con rectitud en el actuar, y a los honestos, es decir a los probos, y en especial a quienes tienen el orgullo de un nombre limpio al cual deben cuidar con esmero.

En los estertores del régimen anterior, los altos funcionarios comenzaron a hablar de “cacería de brujas”. Pedir cuentas a quienes han manejado dinero del Estado, han tomado decisiones en beneficio de alguien, no es persecución, pues ocurre en cualquier democracia medianamente afianzada. Por supuesto, según la más elemental lógica, ese rendimiento de cuentas debe incluir -y a mi criterio comenzar- a quienes pertenecen al nuevo gobierno y han participado en anteriores. La caridad, como la disciplina y la exigencia de corrección, deben comenzar por casa. La constante vigilancia, sin descanso, tiene como resultado mantener el buen espíritu de los honrados, y a los corruptos crearles la idea de mejor abandonar la nave del Estado.

*Esta columna fue publicada originalmente en PrensaLibre.com.