Hace 25 años, México ya era la segunda economía más grande de América Latina, aportaba una cuarta parte del PIB regional y su ingreso por habitante superaba en 30% al promedio latinoamericano. Empero en ese entonces se encontraba sumida en una profunda crisis que comenzó en 1982, detonada por el colapso del mercado mundial de petróleo, el abrupto cierre de su acceso al mercado de capitales internacional y al alza aguda en las tasas de interés. Abrumada por la carga de la deuda externa y por la presión para recortar sus finanzas públicas en el marco de una serie de fallidos paquetes de estabilización acordados con el FMI, la actividad productiva en México estaba en franca recesión, la inflación anual rondaba el 160%, y la subocupación y desempleo alcanzaban proporciones preocupantes.
En esas difíciles circunstancias, las autoridades gubernamentales dieron un “golpe de timón” y pusieron en marcha una serie de reformas estructurales buscando sacar al país de su pauta tradicional de desarrollo basada en la sustitución de importaciones y en la industrialización promovida por el Estado. Con estas reformas se abrieron los mercados de bienes y capitales a la competencia internacional, se redujo el tamaño del sector público y se acotó drásticamente su margen de intervención en la economía. Punto culminante de la nueva estrategia fue el ingreso de México a la OCDE y la firma del tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá. En pocos años, México pasó a ser una de las economías semi industrializadas más abiertas al comercio y a la inversión extranjera en el mundo.
Los logros de dicha estrategia fueron sorprendentes en materia de la inserción en los mercados externos y en la de estabilidad macroeconómica. México se convirtió en un exportador importante de manufacturas, con una economía caracterizada por baja inflación y escaso o nulo déficit fiscal. En efecto, en 2010 las exportaciones de bienes sumaron US$298 mil millones, una cuarta parte de las exportaciones totales de América Latina. Para entonces llevaba ya años siendo el principal exportador de la región de productos de alta tecnología, y el segundo principal receptor de inversión extranjera de la región.
No obstante estos éxitos, el nuevo patrón de desarrollo tiene fragilidades significativas. En primer lugar, el crecimiento promedio de la economía en estos 25 años ha sido muy bajo, y se ha visto sujeto a crisis recurrentes, algunas de ellas muy fuertes. Así, el PIB real de México creció a una tasa media anual de 2,4% entre 1985 y 2010, mientras que el promedio de América Latina fue 3%.
México está obligado a repensar ciertos elementos cruciales de su pauta de desarrollo, entre ellos el rol del mercado interno y el externo como impulsores del crecimiento, la siempre pendiente reforma fiscal, en la inversión pública y la educación, la falta de financiamiento bancario a la actividad empresarial privada, y la tendencia a la apreciación del tipo de cambio real.
Las exportaciones, el principal motor de crecimiento, carecen de la capacidad de arrastrar al resto de la economía en una senda de elevado y sostentido impulso, debido a los debilitados encadenamientos productivos y la baja complejidad de los procesos tecnológicos.
La carga tributaria es reducida, tiene una fuerte dependencia de los ingresos petroleros y escaso poder redistributivo del ingreso entre la población. La inversión no ha repuntado con fuerza y representa menos del 25% como proporción del PIB.
A su vez, la creación de empleo de calidad es insuficiente para atender al más de un millón de personas que se incorporan a la fuerza laboral cada año. Con ello, la proporción de personas subocupadas y empleadas en la economía informal es elevada. La desigualdad de ingresos ha presentado un carácter persistente en estas décadas y, si bien ha habido logros importantes en materia social, en 2008 más de la tercera parte de la población estaba en situación de pobreza.
¿Qué se puede esperar del desempeño de la economía mexicana en los próximos 25 años? La economía mexicana se encuentra hoy, en forma un tanto análoga a lo ocurrido hace 25 años, saliendo de una crisis fuerte, generada ahora exógenamente. Esta situación coloca a México en una coyuntura crucial por varias razones. Por una parte, dos de los motores principales de su dinamismo -las exportaciones al mercado de EE.UU. y las remesas familiares- pierden impulso. A la vez, la migración laboral hacia el norte se frena y tiende a presionar al mercado de trabajo local, en condiciones cuando el bono demográfico puede correr el riesgo de no ser aprovechado. Por otra parte, la competencia de China obliga a crear nuevas ventajas competitivas basadas en conocimiento tecnológico y no en mano de obra barata. Finalmente, pero importante, en un horizonte cercano los recursos petroleros no pueden continuar aportando cerca del 40% de los ingresos fiscales.
México está obligado a repensar ciertos elementos cruciales de su pauta de desarrollo, entre ellos el rol del mercado interno y el externo como impulsores del crecimiento, la siempre pendiente reforma fiscal, en la inversión pública y la educación, la falta de financiamiento bancario a la actividad empresarial privada, y la tendencia a la apreciación del tipo de cambio real. De continuar estos factores como restricciones significativas al crecimiento, y en el contexto de menor crecimiento de la demanda externa en el mediano plazo, la economía mexicana crecería a una tasa media anual en torno al 3%, probablemente por debajo de la de otras economías de la región, como Brasil y Chile que se están beneficiado de una mejora importante de sus términos de intercambio y cuentan con recursos fiscales considerables. Esta tasa es insuficiente en México para generar empleos de calidad que permitan atender el crecimiento de la fuerza laboral, y menos aún para cubrir los retos sociales existentes de la pobreza y la desigualdad.
Hay consenso de que los siguientes 25 años, la economía mexicana necesita crecer en torno al 6% anual para generar suficiente empleos de calidad. Esto es posible si se dan los cambios necesarios en políticas clave –reforma fiscal, política de fomento e innovación sectorial, fortalecimiento de la intermediación financiera, y una reforma educativa. Con ello, México logrará mayor inversión y crecimiento, fortaleciendo su capacidad de innovación y generando suficiente empleo de calidad. En esta línea, urge el fortalecimiento notable de la carga tributaria -reduciendo su dependencia del petróleo y ampliando su potencial de acción contracíclica, su efectividad y eficiencia- para ampliar la inversión pública y mejorar la distribución del ingreso, y crear un mercado interno más dinámico. La inversión en investigación y desarrollo debe aumentarse para elevar la capacidad de innovación y su impacto en la productividad. El avance persistente de México hacia un robusto y sostenido desarrollo económico, menos volátil y más incluyente, es lo que marcaría el desempeño del país en los próximos 25 años.
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