No hay país que se haya desarrollado de manera sostenida en los últimos años sin integrarse con éxito a la economía global. Países aislados como Corea del Norte o Cuba no aumentan la calidad de vida de sus poblaciones. Vivir con lo nuestro generalmente no alcanza y termina implicando que todos -en especial los pobres- deben sobrevivir con poco.

Para que un país crezca debe poder ser parte integral del circuito internacional de comercio de bienes y servicios, sin ser discriminado por barreras distorsivas o subsidios injustos. El fuerte reclamo de países como Brasil e India, en las negociaciones de la ronda Doha de la Oorganización Mundial del Comercio (OMC) se vienen haciendo sentir cada vez con más claridad.

Pero también necesita poder acceder a los mercados financieros internacionales de crédito. Aquí es donde la Argentina viene perdiendo una oportunidad fenomenal. En el frente externo, existe una gran liquidez internacional que busca retornos más atractivos en las economías emergentes. Estos países cuentan con importante demanda doméstica, mayor solidez fiscal y una menor exposición de sus sistemas financieros a los efectos negativos de la crisis de 2008.

Estas condiciones podrían ser aprovechadas por la Argentina para la refinanciación del sector público, la atracción de capitales internacionales o la ampliación de condiciones de endeudamiento para el sector privado nacional (compañías argentinas). Sin embargo, para ello es necesario crear las condiciones para que el sector privado pueda maximizar su contribución a un desarrollo inclusivo, distributivo y orientado a los sectores más vulnerables. El clima favorable a las inversiones -internas y externas- se genera con un entorno macroeconómico previsible: que fomente el crecimiento, mantenga baja la inflación y conserve las finanzas públicas saludables.

La oportunidad internacional que se nos presenta en este momento no durará eternamente. Podemos utilizar este “viento de cola” para planear bajo y “zafar” o para sentar las bases de lo que podría ser un nuevo contrato social

Históricamente, los Estados no han sido los mejores agentes del desarrollo sustentable, pero tampoco el mercado librado a su propio arbitrio. Los gobiernos argentinos -de cualquier naturaleza y color político- no tienen un record particularmente feliz en cuanto a la elección de campeones nacionales o sectores industriales a promocionar. Pero tampoco han descollado por la calidad de sus reformas liberalizadoras. El Estado empresario generó burocracias rentistas, subsidios politizados, distorsiones de precios, ineficiencias e inestabilidades de toda índole. Pero los mercados no se crean a sí mismos, ni se regulan o estabilizan por su cuenta.

No existe una oposición entre la regulación y la iniciativa privada. Esto es consecuencia de versiones que responden a intereses de los talibanes del mercado y a los estatistas desaforados. En realidad, existen intereses coincidentes si nos animamos a redefinir las viejas antinomias en términos positivos: asegurar ganancias es a la vez asegurar fuentes impositivas. Profundizar la transparencia genera confianza en los gobernantes al tiempo que asegura que los derechos de propiedad serán respetados. Y una regulación clara y precisa hace más eficiente la acción estatal, evita concentraciones desmedidas y multiplica de oportunidades de negocios. La calidad del sector privado depende de la estructura de incentivos e intereses que defina el sector público. Instituciones sólidas dan consistencia a las políticas públicas; lo que genera una coalición de poder que las respalda y una red social que por lo inclusivo las legitima.

Por eso es momento de un nuevo pensamiento superador de las viejas dicotomías: no se trata de elegir entre mercado o Estado; entre que reine suprema la privatización sin controles o que el Estado adquiera funciones corporativas. Ni Estado prebendario ni capitalismo de amigos funcionan en el largo plazo. El compromiso para construir este modelo de nación debe comenzar en el sector público con la construcción de un Estado inteligente, con intervenciones estratégicas que favorezcan la iniciativa privada con mayor impacto social.

Comenzar a dar pasos en esta dirección atraerá también a un nuevo tipo de sector privado. Al contar con un horizonte de oportunidades de más largo plazo, naturalmente se involucra en mayor grado con un destino colectivo de país. El sector privado puede ser un engranaje fundamental en el motor del crecimiento. Y el estado puede -debe- sentar las bases para asegurar que ese crecimiento se traduzca en desarrollo. La mejor función del sector público está en crear las condiciones de inversión que apuntalen un modelo que sea socialmente inclusivo, económicamente distributivo y ecológicamente responsable. La del sector privado se encuentra en a creación de riqueza: trabajos y oportunidades de consumo.

La conversación acerca de los bicentenarios latinoamericanos se ha centrado en los años que pasaron hasta 2010. La oportunidad internacional que se nos presenta en este momento no durará eternamente. Podemos utilizar este “viento de cola” para planear bajo y “zafar” o para sentar las bases de lo que podría ser un nuevo contrato social para cuando las próximas generaciones (no lo veremos mostros) festejen el próximo centenario.