Imaginemos que usted viaja en el tiempo hasta enero de 1989, y consigue reunir a los académicos más renombrados en relaciones internacionales para oír la siguiente predicción: en noviembre de este año caerá el muro de Berlín. No contento con eso, decide añadir los siguientes presagios: la caída del muro dará inicio a un proceso que, en poco más de un año, conducirá a la reunificación de Alemania, la disolución de Pacto de Varsovia, la desaparición del comunismo en Europa, y la disolución de la propia Unión Soviética. ¿Cómo cree que habrían reaccionado las eminencias así reunidas ante tales augurios? Lo más probable es que se hubiesen negado a dignificar esa retahíla de dislates con una respuesta. Y sin embargo, como sabemos, todo ello ocurrió sin que nadie pudiera preverlo.

La esencia presuntamente inmutable del totalitarismo comunista era precisamente el argumento al que apeló Jeane Kirkpatrick para justificar el respaldo a regímenes autoritarios durante la administración Reagan: a diferencia de aquellos, estos últimos solían tolerar vestigios de una sociedad civil autónoma, y permitían la creación de un poder económico independiente del Estado. El totalitarismo en cambio, siguiendo la definición de Hannah Arendt, se basaba en la atomización social: los mecanismos de control del Estado se extendían de manera capilar por el conjunto de la sociedad, impidiendo a sus integrantes cualquier nivel de organización independiente. Pero los regímenes autoritarios no sólo eran pasibles de una transformación evolutiva, solían ser además conservadores: presionarlos para forzar una transición democrática podría provocar convulsiones sociales que tuvieran como efecto no deseado su transformación en regímenes totalitarios. Con lo cual no sólo desaparecía cualquier posibilidad de que se convirtieran algún día en democracias, sino que además los Estados Unidos perdían un aliado en la contención del comunismo. Lo único sensato era pues esperar a que el proceso de modernización rindiera frutos, y que esas sociedades se democratizaran a su propio ritmo.

Todo lo cual ignoraba sucesos como la revuelta húngara de 1956 o la Primavera de Praga en 1968: como descubriría en los 90 la literatura sobre las transiciones democráticas, también bajo regímenes comunistas podían producirse fisuras en la cúpula del poder, las cuales a su vez abrían resquicios inéditos para la organización autónoma de la sociedad. De hecho, los disidentes dentro de la élite gobernante promovían ese tipo de organizaciones para buscar su apoyo frente a sus rivales políticos. Lo que impidió que esas experiencias fructificaran no fue la dinámica interna de esas sociedades, sino la intervención del Pacto de Varsovia o, en buen romance, de la Unión Soviética. De allí la importancia de que el gobierno de Mijail Gorbachov decidiera abandonar la “Doctrina Brezhnev” (según la cual la URSS estaba facultada para intervenir en los asuntos internos de sus aliados, con el fin de proteger el régimen comunista), para adoptar lo que algunos denominaron la “Doctrina Sinatra” (Vg., que cada cual hiciera las cosas a su manera).

Ahora bien, la probable intervención de la Unión Soviética era precisamente otro de los argumentos esgrimidos para negar la posibilidad de un cambio político en las sociedades de Europa del Este. Por ejemplo, algunos autores interpretaron el golpe de Estado del general Jaruselski, en la Polonia de principios de los 80, como una acción preventiva: Jaruselski habría buscado abortar la protesta social encarnada por el sindicato independiente “Solidaridad” (otra notable anomalía, según la teoría de Kirkpatrick), antes de que los soviéticos lo hicieran por él. Aún si eso fuera cierto, no explicaría por qué el régimen comunista también desapareció durante la misma época en países europeos que no pertenecían al bloque soviético (es decir, Albania, Rumania y Yugoslavia).

De otro lado, la “sociedad civil” que emergió tras la desaparición del comunismo no siempre mostró un rostro afable y democrático en Europa del Este: un nacionalismo preñado de xenofobia emergió en buena parte de esos países. Ese nacionalismo tuvo su expresión  en prácticas que van desde las leyes restrictivas de ciudadanía en Latvia y Estonia (para excluir a los rusos), hasta los procesos de limpieza étnica en la antigua Yugoslavia, pasando por el maltrato sistemático a ciertas minorías étnicas (en particular contra una minoría genuinamente transnacional, es decir, que jamás restringió su identidad cultural a los contornos de un Estado y/o una nación: los gitanos).  

Así como nadie pudo prever a principios de 1989 el radical cambio de época que estaba a punto de iniciarse en Europa, tampoco tuvieron mayor suerte quienes quisieron prever sus consecuencias. Por ejemplo, cuando Bill Clinton era candidato a la presidencia de los Estados Unidos resumió su balance personal de la historia reciente en la siguiente oración: “La Guerra Fría ha culminado, y la ganó Japón”. Ese era el caso presuntamente porque, a diferencia de los Estados Unidos y la Unión Soviética, ese país no había dilapidado sus recursos en una desbocada carrera armamentista. Meses después, cual presa de una maldición gitana, Japón caía en una recesión que habría de durar toda la década de los 90, y acaba de ser desplazado por China como la segunda economía del mundo.