Valparaíso es una ciudad hiperreferenciada, para no decir que está de moda. Vivo en ella hace un año, pero hubo un periodo anterior, cuando no era patrimonial ni tenía ese tinte cultural (culturosa le dicen algunos), en que me tocó vivirla en bruto, antes, incluso, de los sobredimensionados 80, cuando apenas la actividad portuaria la determinaba y un par de universidades le daban un cierto dinamismo residencial pauperizado, muy alejada del gran puerto del pacífico sur de antaño. Aunque seguía siendo cercano el Valparaíso de Manuel Rojas, de Edwards Bello y otros escritores y cronistas, que la caracterizaban, ya sea por la pobreza y la violencia social, como por las costumbres de una oligarquía decaída. A mí me tocó el post golpe y el oscurantismo de aquel periodo que, aunque no logró destruirlo, lo dejó bastante herido. La vida barrial de los cerros y el mundo popular se mantuvo a duras penas.
El invento de ahora no existía, pero había al menos dos grupos de interés que pretendían hacer de ella un objeto de culto, como oferta urbanística: por un lado, la escuela de arquitectura de la Universidad Católica y, por otro, la bohemia poetizante ligada a la izquierda nostálgica y cultural, y promotora obsesa de lo “popular”. Es probable que el Valparaíso que conocemos hoy se haya gestado en el exilio, con el influjo del socialismo europeo de aquellos años, en que la democracia era, sobre todo, flujos callejeros en actitud lúdica o carnavalesca.
Más que hablar de patrimonio hay que apelar a una forma de vivir o de habitar la ciudad. Hay modelos a seguir al respecto, pero no son los que provienen de instituciones como el municipio, la academia o el parlamento, o incluso algún ministerio, aunque no se puede negar que determinan cosas importantes, nada menos que las políticas públicas. La clave, me imagino, es una comunidad que es capaz de producir esas políticas y no padecerlas.
Hay que reconocer que si no hubiera sido por estos grupos de interés la ciudad hubiera sido destruida o reducida solamente a la especulación inmobiliaria y del retail, y a la expansión portuaria, aunque la lucha sigue dándose, porque por muy patrimonio que la ciudad sea, el habitante oriundo y sus moradores actuales no parecen asumir en toda su magnitud el desafío de ser y hacer ciudad. Como que ha vivido durante muchos años la paradoja o el contraste entre una pretensión patrimonial monumental y una realidad algo putrefacta de una ciudad siempre en crisis o a punto de colapsar por carencias graves de infraestructura y de servicios básicos.
Por ahora uno percibe que la invasión santiaguina molesta a los porteños y los complica porque quiebra sus modelos clásicos de habitabilidad y se apropian de los espacios, incluida la especulación inmobiliaria. Aunque, por otro lado, está el negocio turístico gastronómico que vive un momento muy potente, y que parece beneficiarlos a todos, en donde la cocina internacional se combina con la vernácula.
Una amiga cocinera nacida en Playa Ancha me hace algunos comentarios al respecto, mientras me va mostrando o haciendo un levantamiento de la gastronomía tradicional porteña, centrada, paradojalmente, en las tradiciones campesinas, más que en los productos del mar. Estamos hablando de carne de equino, conejo y el manejo rústico de los interiores del vacuno. Eran los modos que adquiría una cocina familiar y precaria que había que hacer rendir. Una gastronomía de la pobreza que es la matriz de una cocina que hay que rastrear en los cerros y en el plan.
No deja de llamar la atención que casi todos los veranos, hoy mismo, un anillo de fuego siempre está amenazando la ciudad, son los incendios forestales y los otros (hay un mito que han tratado algunos autores sobre una cultura de la conspiratividad que reduce a cenizas viejos edificios, ya sea por especulación o por el tópico de los seguros). Es decir, no cabe duda que esa amenaza permanente es tan patrimonial como el legado que dejaron los inmigrantes en algunos cerros emblemáticos o la cultura que aún persiste en las caletas de pescadores. El misterioso patrimonio intangible.
Es probable que el patrimonio, en un país como este, sea aquello que es necesario destruir, bien lo saben ciertas instituciones de nuestro Estado que creían, y quizás aún creen, que hay que exterminar a una parte de la población o pequeños grupos de iluminados que creen que un edificio patrimonial hay que rayarlo y pintarlo hasta hacerlo desaparecer. Lo mismo piensa el especulador inmobiliario en relación a los viejos edificios o a las casas que cuelgan de los cerros. Uno se imagina, desde el sentido común urbano, que es bueno que las ciudades se piensen a sí mismas.
Más que hablar de patrimonio hay que apelar a una forma de vivir o de habitar la ciudad. Hay modelos a seguir al respecto, pero no son los que provienen de instituciones como el municipio, la academia o el parlamento, o incluso algún ministerio, aunque no se puede negar que determinan cosas importantes, nada menos que las políticas públicas. La clave, me imagino, es una comunidad que es capaz de producir esas políticas y no padecerlas.