El problema con las teorías conspirativas no es que sean siempre falsas. Es más bien su propensión a presentar como hechos comprobados cosas respecto a las cuales, en el mejor de los casos, sólo existe evidencia indiciaria. Piense, por ejemplo, en la reticencia frente a las vacunas: cuando menos dos experiencias históricas, por las cuales el gobierno estadounidense pidió oficialmente perdón, explican la reticencia de los afro-americanos frente a ellas. La primera es el experimento Tuskegee en el cual, entre 1932 y 1972 y sin su conocimiento, a hombres de esa comunidad se les negó el tratamiento contra la sífilis para estudiar la progresión de la enfermedad. La segunda son los experimentos en que, tras la Segunda Guerra Mundial, se aplicó radicación sin su conocimiento a integrantes de minorías étnicas.  

Si cree que esas fueron prácticas que el progreso civilizatorio ha superado, recuerde que en 2019 el museo Guggenheim, las galerías Tate y la Galería Nacional de Retratos en Estados Unidos rechazaron donaciones de la Fundación Sackler por el papel que la familia que le da nombre tuvo en la crisis de salud por consumo de opiáceos que afecta a ese país. Nuevamente, el punto no es que las conspiraciones no existan, sino que no se puede argumentar, sin evidencia alguna, que existe una conspiración en torno a las vacunas contra el COVID-19 solamente porque algo parecido habría ocurrido en el pasado.

 Ahora bien, el problema con la reticencia en torno a las vacunas contra el COVID-19 es que suelen tener un claro sesgo político. Según el Nobel de economía Paul Krugman, en los condados estadounidenses, existe una fuerte correlación negativa entre la proporción del voto por Trump en 2020 y las tasas de vacunación. La revista The Economist no solo encuentra la misma correlación, sino además añade que, en general, existe una correlación entre expresar dudas sobre las vacunas y votar por partidos populistas.

Al margen de la razón que explica la reticencia frente a las vacunas, el argumento que suele esgrimirse desde posiciones de derecha para oponerse a una norma que obligue a vacunarse, es la máxima de John Stuart Mill en torno a la libertad individual en su libro Sobre la Libertad: “Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano”. Pero en el mismo libro, sólo unas líneas antes, el propio Mill establece un límite a esa máxima, basado en el denominado “principio del daño”. En sus palabras, “el único objeto que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa; la única razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros; […]”.

Esa es la razón por la cual uno no está facultado para, en ejercicio de su libertad, conducir un auto cuando ha ingerido alcohol en exceso: porque al hacerlo no sólo pone en gran riesgo su salud y su vida, sino también las de los demás. Y es la misma razón por la que, en la mayoría de países, el Estado obligó a usar mascarillas o a respetar el distanciamiento social: para evitar que las personas que no estaban dispuestas a cumplir esas normas por voluntad propia pudieran contagiar a terceros. Paradójicamente, muchos de esos Estados no apelaron a esa misma lógica para decretar la obligatoriedad de vacunarse, pese a que existían precedentes (por ejemplo, las campañas de vacunación contra la poliomielitis o el sarampión).

Por eso, la solución que implementó el gobierno francés puede entenderse como una fórmula de transacción: no hay obligación de vacunarse, pero las personas que ni se vacunen ni tengan prueba de no estar infectadas, no podrán ingresar a una serie de lugares públicos. Aunque la medida suscitó protestas, también produjo un gran incremento en las vacunaciones.