Pertenezco a una generación que creció admirando la llegada del hombre a la Luna. De mi infancia recuerdo cómo se trasmitían las misiones Apolo desde que despegaban hasta que aterrizaban pasando, desde luego, por el alunizaje y las caminatas de los astronautas por el satélite de la Tierra. Uno de los días más felices de mi niñez fue cuando me llevaron a la NASA en Houston. Ahí vi la famosa sala del Mission Control y la pequeñísima nave del Apolo 11 que regresó a nuestro planeta.

Las misiones del hombre a la Luna me marcaron. Desde entonces no dejo de asombrarme con el progreso tecnológico de la humanidad. Los aviones, en particular, me parecen unas máquinas increíbles. Es inverosímil que puedan navegar en el espacio aéreo aun cuando el principio teórico me lo han explicado varias veces.

Entre más grande sea un avión, más me parece fantástico. Recuerdo cuando mi padre me llevó a ver, por ejemplo, el primer Boeing 747 que aterrizó en el Aeropuerto de la Ciudad de México. No lo podía creer: ¡un avión de dos pisos! En realidad una aeronave con un chipote al frente donde se encontraba la cabina de pilotos y unos cuantos asientos. Las alas eran enormes, ni hablar de sus cuatro turbinas. Este avionazo me impresionó más que el supersónico Concorde.

¿Por qué cuento esto?, se preguntará el lector. Pues resulta que, invitado a un evento de la OCDE, llegué al aeropuerto Charles De Gaulle de esta ciudad. Exhausto, salí de mi avión que me trajo de México para encontrarme con algo que me dejó petrificado: un Airbus 380 de Air France. Me paré enfrente a admirarlo. Ya sabía, por supuesto, de su existencia. Pero nunca había visto uno. ¡Qué cosa! Junto a él estaba un Boeing 747 que se veía pequeño en comparación.

No sé a usted, pero a mí, incluso en estos tiempos de grandes hazañas tecnológicas, me siguen impactando este tipo de máquinas que desafían la naturaleza humana.

¿Cómo puede volar una máquina gigantesca de este tamaño? Me quedé varios minutos viendo cómo centenares de pasajeros abordaban el avión que iba de París a Pekín. Al llegar al hotel, busqué la ficha técnica del A-380 para conocer los datos de esta maravilla de la tecnología humana que recién había visto. Los pormenores son impresionantes:

• La longitud de este avión es de casi 73 metros. Tiene dos pisos con un ancho de fuselaje de siete metros.

• Transporta hasta 853 pasajeros, aunque en el arreglo típico de tres clases viajan 525. Los de primera clase van en unas cabinas completamente cerradas donde duermen en un asiento que se convierte en cama.

• La aeronave tiene capacidad de volar hasta 15 mil 400 kilómetros de distancia.

• Al despegue puede tener un peso máximo de 560 toneladas.

• Tiene una capacidad máxima de cargar 320 mil litros de turbosina.

• Además de los pasajeros, puede llevar hasta 100 mil kilos de carga en un compartimiento de 938 metros cúbicos.

• Cada avión cuesta alrededor de 300 millones de euros.

• Airbus, con el apoyo de los gobiernos europeos, se gastó 11 mil millones de euros en el desarrollo de la aeronave.

Frente al A-380 pensé en el libro de Jonás. De acuerdo con la Biblia, este buen hombre fue engullido por un gran pez (algunas traducciones bíblicas hablan de una ballena). Permaneció tres días en el vientre del animal orando para que Dios lo perdonara. Lo hizo y le dio la orden al pez de que vomitara a Jonás, arrojándolo a la tierra firme. En los tiempos bíblicos, un animal enorme era aquel que podía tragarse a un hombre, el cual podía permanecer vivo en su interior. Ante mí, en el aeropuerto parisino, tenía una ballena tecnológica infinitamente más grande que la de Jonás y que, además, podía volar. En ese momento estaba engulléndose a más de 500 personas que, horas después, vomitaría en la capital de China.

No sé a usted, pero a mí, incluso en estos tiempos de grandes hazañas tecnológicas, me siguen impactando este tipo de máquinas que desafían la naturaleza humana.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.