Según un viejo proverbio chino, “cuando hay tormenta bajo los cielos, los problemas pequeños se convierten en problemas grandes y los problemas grandes no se pueden resolver. Cuando hay orden bajo los cielos, los problemas grandes se tornan pequeños y lo problemas pequeños no deben obsesionarnos.” A juzgar por el relato que hace John Rogin del gobierno de Donald Trump, todo se hizo, conscientemente o no, para magnificar el conflicto y, por lo tanto, hacerlo inmanejable.
Caos bajo los cielos* es un libro fascinante que describe el devenir dentro del gobierno de Trump. Un gobierno caracterizado más por el caos que por la organización y claridad de propósito, la de Trump fue una administración que nunca aterrizó la retórica del presidente en políticas concretas o administró a las diversas facciones que se organizaron dentro de su gabinete para avanzar (o impedir) la consolidación de una agenda.
En la relación con China, el asunto central del libro, la única palabra que puede describir lo ahí ocurrido es caos, abriéndole la puerta al presidente chino para avanzar su propia agenda, él estando en pleno control de su gobierno. No por casualidad, Rogin comienza el libro con una cita de Mao que rima con el proverbio mencionado arriba: “hay un gran caos bajo los cielos… La situación es excelente.”
Aunque el libro se refiere a la estrategia -si a lo que ahí ocurrió se puede denominar de esa manera- del gobierno de Trump hacia China, hay un sinnúmero de comentarios y descripciones a lo largo del texto sobre los otros asuntos que motivaban al presidente y que lo convierten en una gran ventana hacia su forma de operar. Ahí aparece el TLC norteamericano, reuniones con diversos presidentes, el desprecio de Trump por la gente común y corriente (que fue su base política más sólida), la lógica de la intervención extranjera en política americana, el desdén por los integrantes de su gabinete y su manera tortuosa -instintiva y de botepronto- de decidir sobre asuntos tan complejos y delicados como la OMC, Taiwán, China, el TMEC, Corea del Norte, Covid, etcétera. Un desorden que uno no esperaría de una superpotencia con armas nucleares al alcance de su presidente.
Trump no esperaba ganar la elección de 2016. Su campaña fue instintiva, contraria a lo que los profesionales de estrategia electoral consideraban elemental, pero resultó exitosa porque empató con el sentir de un amplio segmento del electorado. Esa victoria lo envalentonó para proseguir con una agenda fundamentada esencialmente en sus percepciones y humores del momento. Como ilustra Bob Woodward en Furia,** en lugar de darle su lugar a los profesionales, despreciaba su función y los nombraba y removía constantemente, con frecuencia con la víscera por delante***.
Así, un gobierno altamente institucionalizado acabó operando en dos planos: el de la intuición de botepronto del presidente y el de una burocracia profesional tratando de mantener una semblanza de orden. Entre ambos niveles, los funcionarios políticos (nombrados por Trump) se peleaban por controlar la agenda, mientras que unos acusaban a otros de estar dominados por el “pantano” o el “estado profundo,” que no es otra cosa que los profesionales dedicados a hacer lo que siempre hacen: preservar el statu quo, sea esa su intención o no.
La descripción que hace Rogin de las facciones que dominaron los distintos momentos de la administración es quizá lo más valioso del libro. Un grupo de amateurs en asuntos de gobierno en control de decisiones trascendentes y en conflicto permanente, unos por avanzar la agenda retórica de Trump (como Bannon), otros buscando “corregir” la agenda del presidente (como Bolton) y unos más intentando proteger el statu quo, sobre todo en materia económica y de comercio internacional (como Cohn, Mnuchin y Kushner). El yerno del presidente aparece como ajonjolí de todos los moles, tambaleándose entre sus intereses personales, proteger a su suegro de sus peores instintos, cuidar al mercado accionario y avanzar algunas agendas internacionales relevantes. Alrededor de todo esto, por los primeros años, los militares en posiciones estratégicas (como el jefe de la Casa Blanca, el secretario de defensa y el asesor en seguridad nacional), procurando mantener una semblanza de orden, como si fueran los adultos en el kínder.
La forma de funcionar de la administración de Trump fue mucho peor de lo que uno podía imaginar. Si bien algunos de sus objetivos eran meritorios -sobre todo romper con la inercia burocrática que supone que todo lo existente está bien y no amerita cambio alguno- la personalidad de Trump, su inexperiencia (y mala experiencia) no hicieron sino crear y magnificar un caos permanente que, sin embargo, creó nuevas realidades, como el conflicto con China, la modificación del TLC y la legitimidad de Kim Jong-un. En el camino, destruyó relaciones cruciales y profundizó el conflicto interno.
La mayoría de los gobiernos busca resolver o administrar los problemas y conflictos que se les presentan. Algunos intentan cambiar al mundo. La mayoría no hace más que librarla, a duras penas. Trump, y otros como el nuestro, acaban destruyendo más de lo que construyen, magnificando los problemas y haciéndolos irresolubles.
*Chaos Under Heaven: Trump, Xi and the Battle for the 21st Century. **Rage. ***Hay una extraordinaria versión cómica sobre Trump: Make Russia Great Again, de Christopher Buckley