En carta dirigida a un amigo, Carlos Marx se refería a los revolucionarios que tomaron control de Paris en 1871 como “Estos parisienses que toman el cielo por asalto”. La expresión aludía en parte a lo súbito de la caída de Paris en su poder, comprensible cuando se recuerda que el ejército francés se encontraba engarzado en combates con su contraparte prusiana. Pero cuando las tropas prusianas detuvieron su avance para dar tiempo a sus colegas franceses de poner la casa en orden, el control revolucionario sobre la ciudad probaría ser tan súbito como efímero.

El paralelo con Siria radica en que la ofensiva sobre Damasco y Alepo no estuvo precedida por un cambio sustancial de la relación de fuerzas militares en favor de la insurgencia. Tampoco por un firme control insurgente de una porción significativa del territorio sirio. Por eso parecía difícil creer que se trataba del asalto final que presagiaba una inminente caída del régimen.

Lo cual no significa que esa ofensiva no sirviera a otros propósitos. Tanto Damasco como Alepo se encuentran a pocas decenas de kilómetros de fronteras internacionales (con Líbano y Turquía, respectivamente). Al ser atacado de manera sorpresiva y con relativo éxito en la retaguardia (V., en cuestión de días los insurgentes merodeaban el centro de ambas ciudades), era previsible que el régimen desplazara tropas de las zonas de frontera hacia Damasco y Alepo para recuperar el control. Desguarnecidas las fronteras con Líbano y Turquía, la insurgencia puede introducir a través de ellas pertrechos y combatientes virtualmente a discreción (al menos temporalmente). Por lo demás, las tropas fueron replegadas hacia Damasco y Alepo por tierra, a través de rutas conocidas en tierra de nadie, donde podían ser emboscadas.

Desde la perspectiva de la insurgencia, la ruta más corta hacia la victoria sería un colapso del régimen por decapitación, al verse diezmada o amedrentada su cúpula dirigente. Eso podría lograrse propiciando deserciones significativas, de preferencia entre los altos mandos y con las unidades militares bajo su control.

Pero dado que las acciones de la insurgencia se produjeron de manera coordinada a lo largo del territorio sirio (es decir, no concentraron todos sus esfuerzos en Damasco y Alepo), su objetivo principal parece haber sido otro. El régimen sirio tiene aún una cantidad de efectivos y una potencia de fuego que superan largamente los que podría recabar la insurgencia en el futuro previsible. Pero tiene un gran talón de Aquiles: una proporción creciente de sus soldados se debate entre la lealtad y la deserción (de hecho, la insurgencia está compuesta en lo esencial por desertores de las fuerzas armadas). El presidente sirio solo puede confiar en las unidades de élite de las fuerzas armadas, compuestas y dirigidas en su virtual integridad por miembros de su propia minoría religiosa (los alawitas). A su vez, esas unidades son desplegadas tanto para combatir a la insurgencia, como para evitar deserciones masivas entre las tropas. Pero no pueden hacer ambas cosas a la vez a escala nacional: al tener que desplegarse para combatir simultáneamente en su propia retaguardia (Damasco y Alepo), así como en buena parte del resto del territorio, su capacidad para prevenir las deserciones quedaría severamente limitada.

Por su parte, los soldados serían testigos de la creciente capacidad militar de la insurgencia, mientras el régimen no sería capaz de proteger siquiera los símbolos de su propio poderío (V., no pudo prevenir un atentado en la sede central del ministerio de defensa, en el que perecieron el ministro del ramo, el jefe de inteligencia, y un general que era además cuñado del presidente Bashar Al Assad). Es decir, el objetivo principal de la ofensiva insurgente sería cambiar la relación de fuerzas militares acelerando el proceso de deserciones entre las tropas del régimen.

Desde la perspectiva de la insurgencia, la ruta más corta hacia la victoria sería un colapso del régimen por decapitación, al verse diezmada o amedrentada su cúpula dirigente. Eso podría lograrse propiciando deserciones significativas, de preferencia entre los altos mandos y con las unidades militares bajo su control. Desenlace posible cuando los generales creen que la derrota militar se hace más probable a medida que pasa el tiempo, y que su integridad física e intereses serán respetados en la posguerra. Pero a su vez esto último es difícil cuando el alto mando proviene de manera desproporcionada de una minoría religiosa y, por su conducta tanto en el pasado como en el presente, podría de modo razonable esperar lo peor en caso de que el régimen llegue a su fin.