En su supuesta insistencia por atajar la crisis humanitaria en Siria mediante una acción militar “limitada” y “proporcional”, el gobierno del presidente Barack Obama parece estar atrapado en una lógica sobre el papel de Estados Unidos en el mundo que podemos rastrear hasta las profundidades de la Guerra Fría.

Washington parece no haber aprendido nada de sus recientes intervenciones armadas —directas o a distancia, unilaterales o mediante alianzas hechizas— en distintos países en conflicto. No hay un solo caso en que el uso del aparato militar estadunidense y el de sus compinches haya logrado implantar la paz.

Quedan pocos días para propiciar una discusión sobre Siria que no pase por la lógica militarista. Y México tiene que ser parte activa de lo que planteaba hace unos días la ex Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, la canadiense Louise Arbour: cómo revitalizar la búsqueda de un arreglo político.

Y, sin embargo, resuenan de nuevo los tambores de la guerra. Y el Nobel de la Paz parece dispuesto a evitarse la molestia de apostar por una intensa negociación política que pudiera devolver la estabilidad a Siria porque implicaría sentarse a la mesa con los rusos y con los iraníes.

Si recurrimos a las experiencias de las acciones militares en Afganistán, Irak y Libia —países que deben el trazado de sus fronteras, igual que Siria, al colonialismo—, disparar algunos misiles crucero sobre blancos del régimen de Bashar al Assad no pondrá fin a la guerra civil en esa nación e incluso podría acabar causando males mayores a los que se buscan evitar.

De entrada, hay una enorme hipocresía en la definición de la “línea roja” que habría rebasado Assad con el supuesto uso de armas químicas contra la población civil de Ghouta, un suburbio de Damasco, el 21 de agosto pasado.

Si bien existen muchas evidencias sobre el uso de gas sarín en esa masacre, que dejó centenares de muertos —las cifras van desde 350 hasta dos mil, dependiendo de las cifras que se consulten—, la guerra civil siria tiene un saldo global de más de 100 mil fallecidos en los dos años y medio que ha durado el conflicto.

El argumento de Washington es que si se permite que un déspota —y Assad sin duda lo es— utilice armas químicas, al rato otros lo harán. Pero también puede alegarse que el mensaje que envía Estados Unidos al mundo es que está bien que los dictadores masacren a su pueblo, pero siempre y cuando lo hagan con armas convencionales.

Además, dudo que el ataque con el que se amenaza al régimen sirio vaya a impedir que se utilicen armas químicas. Por lo que he podido investigar sobre el tema, el control de estas armas se ha vuelto muy complicado.

De acuerdo con el doctor Jonathan B. Tucker, un experto en armas químicas y bacteriológicas —fallecido prematuramente en 2011—, los rápidos avances en la ciencia y la tecnología presentan retos para las revisiones que se realizan en el marco de la Convención sobre Armas Químicas de Naciones Unidas.

“Hoy en día, las industrias química y farmacéutica hacen uso extensivo de la química combinatoria para sintetizar miles de nuevos compuestos y probarlos para lograr  los efectos fisiológicos deseados… Muchas de las sustancias identificadas durante el proceso de desarrollo de medicamentos no tienen valor comercial y son rechazados, pero algunos compuestos altamente tóxicos pueden ser adaptados de manera secreta con propósitos militares”, escribió Tucker en un artículo publicado en 2007.

Y agregó: “El desarrollo de la tecnología ha hecho más fácil ocultar la producción de nuevos agentes químicos para la guerra en forma de producción industrial legítima. Por ejemplo, algunos agentes nerviosos no contienen fósforo de carbono, como el sarín y el somán, haciéndolos más difíciles de identificar.

“Otros agentes militares, vienen en fórmulas binarias que se combinan en el interior de un misil hacia su objetivo. Están hechos de componentes que, separados, son relativamente no tóxicos, y, por tanto, pueden ser fabricados en plantas químicas con propósitos aparentemente legítimos”.

En su artículo, el doctor Tucker hacía un llamado a la comunidad internacional a tener una discusión seria sobre las armas químicas y bacteriológicas, así como a desarrollar “un plan de acción para revertir la erosión del proceso de verificación” establecido por la Convención, de la que, por cierto, Siria es de los pocos países que no la han firmado.

Sin duda las armas químicas representan una gran amenaza para la paz. Son especialmente peligrosas por su capacidad de matar civiles en escenarios de guerra. Sin embargo, la mejor forma de enfrentar su producción y uso es la negociación mediante mecanismos multilaterales y no las acciones militares unilaterales contra quien las posee.

En la lógica del gobierno de Obama en su respuesta a la masacre de Ghouta resuenan las tesis de los ex presidentes Ronald Reagan y George Bush (padre e hijo): Estados Unidos debe responder si ha de ser percibido como líder del mundo.

No olvidemos que en los periodos de Reagan y Bush (el viejo) se libró una guerra entre Irán e Irak en la que el segundo país usó armas químicas bajo la guía militar del Pentágono.

Imposible no ver las contradicciones en las que incurre Nancy Pelosi cuando habla de Siria. La política liberal que encabeza la minoría demócrata en la Cámara de Representantes, y gran aliada de Obama, había sido una crítica implacable de la guerra de Irak.

Sin embargo, Pelosi ahora quiere convencer de que la situación en Siria es completamente distinta, y que un ataque “limitado” contra ese país —que “terminaría muy rápido”, según ella— podría prevenir el uso futuro de armas de destrucción masiva. ¿Limitado? ¿Rápido? Aparentemente se han olvidado en Washington de las lecciones del 11 de septiembre de 2001.

El ataque simultáneo con bombas contra las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania en 1998 fue respondido con el lanzamiento de misiles crucero contra Sudán y Afganistán, la noche del 20 de agosto de ese año. En esa ocasión, el mundo supo de la existencia de una organización terrorista llamada Al Qaeda, que, tres años después, cobró venganza.

Aquí es necesario poner algo en claro: lanzar misiles contra Siria sin la autorización de la Organización de las Naciones Unidas no sería un acto disciplinario por haber cruzado alguna línea roja, sino una declaración de guerra.

El hecho de no mandar soldados para invadir el país árabe puede calmar conciencias en Estados Unidos —las de aquellos preocupados por la muerte de sus connacionales o por el déficit fiscal— pero para el resto del

mundo significa involucrarse involuntariamente en un juego muy peligroso, cuyo epicentro sería el polvorín de Oriente Medio.

Seamos claros: no se trata de hacer nada por Siria, de mantenerse inactivos ante la masacre que realiza desde hace dos años y medio el régimen de Assad y la respuesta violenta de yihadistas llegados con el propósito de tirarlo.

Probablemente muchas de las tensiones étnicas y religiosas que estallaron en abril de 2011 sean difíciles de calmar, pero personalmente no veo como solución el lanzamiento de misiles.

Como comunidad internacional tenemos que apostar a la disminución de la violencia, no a su incremento. Y el camino, el único que hay para ello, es la legalidad internacional y la gestión de las Naciones Unidas, tan disminuida últimamente.

Quizá queden pocos días para formar una coalición de países que proponga una vía alterna a la que están impulsando Estados Unidos y sus aliados (Francia, Canadá, Australia, Italia, España y Japón, entre ellos) para lidiar con Siria.

Una vez que el Congreso de Estados Unidos apruebe la acción militar “limitada” —y todo parece indicar que el plan de Obama tiene los votos suficientes para salir adelante— el ataque será inminente.

Es importante reiterar que no habrá solución duradera sin involucrar a Irán y Rusia.

Si se rompieran sus nexos con Siria, Teherán se sentiría aun más aislado del mundo y su nuevo gobierno, etiquetado como moderado, no tendría muchos deseos de atender las preocupaciones de la comunidad internacional, como el envío de misiles a los grupos terroristas Hezbolá y Hamas.

Por su parte, Rusia conserva en Siria la única base militar fuera de su territorio (en el puerto de Tartus, donde suelen atracar submarinos nucleares y buques crucero de su fuerza naval). Difícilmente Moscú aceptará la formación de un gobierno sirio que ponga fin a su presencia militar en el Mediterráneo.

Quedan pocos días para propiciar una discusión sobre Siria que no pase por la lógica militarista. Y México tiene que ser parte activa de lo que planteaba hace unos días la ex Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, la canadiense Louise Arbour: cómo revitalizar la búsqueda de un arreglo político.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.